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"Reflexiones"

"El hombre y la palabra de honor"

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21/06/2014 00:00

    Héctor Tomás Jiménez

    El ser humano vive y convive diariamen­te con los valores, valores como la amistad, la solidaridad, la ho­nestidad, la verdad, la gene­rosidad entre otros, valores que al recibirlos le permiten sentirse bien y sobre todo, apreciado y valorado por quién los otorga.
    De la misma manera de­bemos sentirnos cuando so­mos quienes los otorgamos, pues no hay diferencia algu­na entre el dar y recibir. Sien­do lo anterior una verdad inobjetable, la realidad que vivimos es otra, nos cuesta mucho dar, aun cuando nos agrada recibir.
    Qué diferente sería darle el justo valor a las cosas, sa­ber recibir y en consecuen­cia saber dar. Distinguir muy bien cuando recibo como compensación a una actitud o comportamiento con los demás, con el recibir cuando los demás desean es­timular la mejora de mi con­ducta. ¡Son dos cosas muy diferentes, sin embargo las confundimos a menudo!
    Uno de los valores que la­mentablemente va perdien­do vigencia y con ello el va­lor intrínseco que contiene, es el valor de la palabra de honor, ese valor que con sólo expresarlo reflejaba el valor de la persona que la expresa­ba. Tener palabra de honor era un signo de respeto y honorabilidad, pues basta­ba con poner la palabra de por medio, cuando alguien decía: ¡Te doy mi palabra!, para que bastara como sello de garantía.
    Hoy no es así. Hay que de­jar las cosas por escrito, en papel firmado, sellado, con copia y mostrando al firmar dos identificaciones. Y ade­más, vigentes, que si el pa­saporte expiró dos semanas antes, ni la firma de alguien vale ya.
    Tal vez la culpa de haber llegado a esto la tenemos no­sotros mismos, pues cuántos hay que no quieren dar su palabra ni respaldar lo que afirman con su nombre pro­pio. El honor de la palabra es una regla de oro de con­vivencia humana que tiene relación con el honor mismo que quién la empeña, lo que significa, en otras palabras, que sólo empeña su palabra el hombre honorable en toda la extensión de su significa­do.
    Habría que preguntar­nos: ¿En qué momento se perdió ese valor tan intrín­seco de los hombres hono­rables? ¿Acaso los hombres dejaron de serlo? ¿Acaso la honorabilidad se convirtió sólo en un aspecto de con­veniencia? ¡No lo sabemos, pues la respuesta se pierde en la noche de los tiempos! Pero lo que es una realidad ineludible, es que hoy, más que nunca, la palabra ha per­dido su valor implícito, ya nadie confía en nadie.
    Junto con el valor de la palabra, se han perdido mu­chas otras cosas que antes hacían posible la sana con­vivencia de las personas, se perdió el respeto, se per­dió la confianza, se perdió la caballerosidad, es suma, se perdieron muchas de las virtudes humanas que nos distinguían como seres ho­norables de la creación.
    Todo esto, nos da mate­rial suficiente para empezar una tarea urgente, que se re­sume en el rescate del honor de la palabra, y en esa tarea, debemos estar todos pues no se vale convivir con una doble moral, la que digo y anuncio cuando hablo, y la que reflejo cuando actúo.
    Hoy es mucho más fácil mentir que antes, pues he­mos aprendido a manejar el cinismo y la conveniencia. Nos comportamos de una manera cuando ponemos la mano derecha para recibir beneficios, pero cerramos el puño de la mano izquierda para no darle nada a nadie. Somos reacios a dar, pero muy gentiles en recibir. ¡Así es nuestra actual naturaleza humana!
    Todos hemos conocido a alguien entre cuyas virtu­des no está el cumplimien­to de la palabra dada y que, además, son consumados especialistas en disfrazar su verdadera personalidad. Son personas que han sido siempre los peores de todos; los menos recomendables, los más indeseables. Estos individuos, cuyos rostros suelen ir cubiertos por una máscara de aparente sinceri­dad detrás de la cual ocultan su desmedida hipocresía, son merecedores del mayor de los desprecios; pues un hombre que se precie de ser­lo debería demostrar en todo momento ser dueño de un alma noble, sea cual sea el lugar y la situación, sea cual sea el trance y la circunstan­cia a la que se ve abocado.
    La verdad, la sinceridad, la confianza, deberían estar siempre presentes en las re­laciones humanas y no jugar, tan sólo, el papel de deseos implícitos, ya que la mayor desazón que puede pade­cer un hombre es la duda, y dudar de la sinceridad de palabra de alguien conduce a su inmediato a la falta de confianza.
    JM Desde la Universidad de San Migueludesmrector@gmail.com