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"Territorios liberados"

"En todas partes puede haber turbas enardecidas que se salen de control. Lo que resulta inadmisible es que las autoridades del Distrito Federal hayan actuado en la forma en que lo hicieron."

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27/11/2004 00:00

    NOROESTE / REDACCIÓN / SHEILA ARIAS

    La escena es dantesca. No hay otra forma de describirla. Un hombre todo golpeado voltea hacia la cámara de televisión. Lo rodea una turba. Unas manos lo sujetan. Soy agente de la Policía Federal Preventiva, dice. Hacíamos una investigación. No somos secuestradores. Alguien, un camarógrafo, seguramente, le proporciona un teléfono celular. Se comunica entonces a la Federal Preventiva, se identifica y pide un grupo de apoyo. Después, la cámara enfoca a otro agente. Éste se encuentra en peor estado. Su cara está destrozada y toda ensangrentada. Apenas puede hablar, pero ratifica la versión del primero: hacíamos labores de inteligencia; no somos secuestradores. La turba parece relativamente tranquila. Después nos enteramos del desenlace. La turba incineró al segundo y a otro de sus compañeros. El primero fue rescatado y está muy grave en el hospital Xoco en la ciudad de México. Todo eso pasó en Tláhuac. La televisión lo transmitió en vivo y en directo. El apoyo nunca llegó o, cuando menos, llegó demasiado tarde. Hay testimonios que señalan que había policías que observaron la golpiza y cómo les prendieron fuego. No hicieron nada. Es más, sabemos que la delegada de Tláhuac, Fátima Mena, se presentó en el lugar de los hechos, pero lejos de preocuparse por la situación de los agentes abandonó el lugar para denunciar el presunto secuestro de dos niños en un taxi... que nunca ocurrió. También sabemos que el secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal sobrevoló en helicóptero durante varios minutos a la turba. Pero Marcelo Ebrard es un hombre prudente y moderado. Por eso jamás se le ocurrió descender. Simplemente abandonó el lugar y se refugió en sus confortables oficinas. Mientras tanto, un grupo de instigadores volvió a encender los ánimos de la turba. Los golpes y las patadas cayeron como lluvia de cielo sobre los tres agentes de la Policía Federal Preventiva. Alguien sugirió entonces que deberían ser atados a postes, rociados con gasolina y quemados. Y así fue. La televisión tiene las imágenes, pero no las ha transmitido. Para entonces la Policía Judicial del Distrito Federal ya se encontraba en el lugar y no movió un dedo. Tal como lo relata Reforma, el subsecretario de la Secretaría de Seguridad Pública actuó con la mesura y la prudencia que caracterizan a su jefe: decidió esperar y dialogar con los pobladores con la esperanza de que los agentes le fueran entregados con vida. Por eso esperó pacientemente. Por eso los agentes fueron golpeados salvajemente, incinerados, y el señor subsecretario no hizo absolutamente nada. Los hechos son indignantes. No hay nada que los justifique. Sin embargo, hay que ir por partes. Los habitantes de San Juan Ixtayopan, Tláhuac, que participaron en el linchamiento no tienen perdón. Menos aún, cuando los agentes se identificaron como personal de la Federal Preventiva y la turba escuchó esas declaraciones a la televisión. No había, pues, forma de que escaparan ni tampoco puede argumentarse que en un momento de delirio colectivo fueron asesinados. La verdad parece más simple y más terrible: es probable que el grupo de instigadores que azuzaron a la multitud para asesinar a los agentes fuese parte de las mafias de secuestradores y narcotraficantes al menudeo. El mensaje, así enviado, sería muy fácil de descifrar: Tláhuac es territorio liberado; cualquier agente que aquí se presente recibirá, de una forma u otra, el mismo tratamiento. Pero, y esto es lo que hay que subrayar, lo ocurrido el martes es sobre todo responsabilidad de las autoridades. En todas partes hay mafias. En todas partes puede haber turbas enardecidas que se salen de control. Lo que resulta inadmisible es que las autoridades del Distrito Federal hayan actuado en la forma en que lo hicieron. Eso no tiene nombre ni justificación alguna. Si los tres individuos en cuestión hubiesen sido de verdad secuestradores, tampoco sería admisible la pasividad de la delegada de Tláhuac, Fátima Mena, del subsecretario de Seguridad Pública, Gabriel Regino, y por supuesto de Marcelo Ebrard. Lo ocurrido en Tláhuac no es un hecho aislado ni que, por desgracia, competa exclusivamente a las autoridades del Distrito Federal. Desde hace años, el estado de derecho se viene deteriorando y los espacios para la violencia se han ensanchado. Los territorios liberados de la ley y la férula del Estado se pueden encontrar por todas partes. En Tepito la policía entra en ocasiones para realizar operativos, pero allí imperan las mafias del contrabando y de las partes robadas. En Chiapas, el EZLN controla una enorme extensión de territorio sin que los habitantes puedan recurrir ni sentirse protegidos por el aparato de Estado local o federal. Y qué decir de los 300 macheteros que echaron abajo el proyecto del aeropuerto de la ciudad de México o cómo referirse al control que tienen los narcos y los secuestradores de las cárceles de alta seguridad. El estado de derecho en México es como un enorme queso gruyere: está lleno de grandes agujeros por donde entran y salen los ratones a voluntad. Es un Estado débil que no puede ni quiere aplicar la ley. Los índices de impunidad lo confirman ampliamente: sólo el 4 por ciento de los delitos denunciados culminan con la detención y el encarcelamiento de los delincuentes. Si ese porcentaje lo dividimos entre el número de delitos realmente cometidos pero no denunciados, obtendremos apenas unas décimas de punto. Por eso se puede afirmar que en México el crimen paga y paga muy bien. Esta situación es el resultado de la falta de efectividad de los cuerpos policiacos y del Poder Judicial. Pero además, hay tres síndromes que afectan a la clase política y que explican, en muy buena medida, lo que hoy está ocurriendo. El primero de ellos es el síndrome del 68. La confusión de la aplicación de la ley con la represión es una verdadera estupidez. Utilizar la fuerza para imponer el orden no es lo mismo que reprimir. La esencia del Estado es justamente la de detentar el monopolio de la violencia física legítima. En todo el mundo, y particularmente en los estados democráticos, las fuerzas policiacas utilizan la fuerza, con medida, para aplicar la ley e imponer el orden. No existe otra forma. En México no es así. Los políticos confunden represión con aplicación de la ley y es por eso, amén de un cálculo mezquino: no quiero ser responsable, que toleran todo tipo de abusos y violencia. El segundo síndrome es el de la violencia revolucionaria. Este es particularmente virulento en las corrientes de izquierda, pero está bastante más extendido. La violación de la ley y el uso de tácticas y métodos violentos se justifica siempre y cuando la causa se considere legitima. El levantamiento de Marcos y el uso de las armas era condenado por muchos, pero al final encontraban causas y situaciones de humillación y opresión que volvían comprensible el malestar y el levantamiento. Por eso la simpatía que el subcomandante suscitaba no se limitaba a las corrientes de izquierda. Con todo, el virus de la violencia revolucionaria es más zurdo que derecho. El tercero y último, es el síndrome de López. Sería absurdo atribuir la paternidad del mismo al Jefe de Gobierno de la ciudad de México. No es tan ingenioso. De hecho, todos los culturalistas lo defienden. Pero AMLO le ha impreso un sello particular. Los usos y costumbres, dice el Peje, se justifican porque las leyes formales y abstractas no deben estar por encima de las leyes humanas del pueblo. Los usos y costumbres son propios de otras culturas, pero también valen cuando el pueblo se revela contra una mala autoridad o una decisión injusta. Nada está ni debe estar por encima del pueblo. Ese fue el razonamiento que llevó a López a justificar un linchamiento hace 2 años. Y en sentido estricto, le debería hoy llevar a la misma conclusión: siempre que una comunidad o pueblo tome la iniciativa hay que ser prudentes y dejarlos actuar. Los territorios liberados proliferan al igual que los políticos irresponsables y pusilánimes. Ya basta. En cualquier país civilizado, por mucho menos de lo que pasó en éste, el jefe de la policía ya hubiera renunciado. Pero ya se sabe que somos un país mágico con usos y costumbres muy particulares. ¿Verdad, señor Ebrard?