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"Análisis: Violencia social, violencia del estado y violencia criminal"

"Hasta la fecha lo más grave que actualmente experimentamos es que como nunca en nuestra historia la violencia del crimen organizado supera la del Estado."

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04/11/2006 00:00

    Noroeste / Pedro Guevara

    Durante gran parte del siglo XIX, México padeció la paralizante mezcla de violencia política, social y criminal. De 1810 a 1867 experimentó la etapa más larga de violencia en toda su historia. Las Guerra de Independencia, la guerra contra la invasión estadounidense y la guerra contra la intervención francesa fueron los periodos de violencia político-militar más destructivos y profundos; pero al mismo tiempo estallaban aquí y allá motines, insurrecciones, linchamientos, secuestros, asaltos, robos, violaciones por doquier.
    Sinaloa no estuvo exento de la anarquía política y social que privó en prácticamente la totalidad del territorio mexicano durante casi sesenta años. Nuestro estado no experimentó la crudeza de la Guerra de Independencia, pero sí las invasiones norteamericana y francesa, además de que conoció constantes rebeliones de las comunidades indígenas de los ríos Fuerte y Sinaloa. Aun después de la derrota del imperio francés en 1867, las diferencias políticas en la entidad suscitaban levantamientos armados, tal y como sucedió el 4 de enero de 1868 cuando a través del Plan de Elota los insurrectos García Granados, Toledo, Palacios y Paz depusieron momentáneamente al general Rubí.
    La Paz porfiriana, la cual en gran medida fue una continuación de la iniciada por Benito Juárez, fue resultado de la mano dura del general oaxaqueño quien sofocó los fuegos de la inestabilidad que imperaba en el país. Porfirio Díaz metió orden y progreso, según rezaba su lema, estableciendo la dictadura más prolongada en la historia nacional. Aunque fue cierto que el otrora héroe de la batalla del 2 de abril, metió en cintura a los disidentes políticos, ya sea "maicéandolos" o matándolos "en caliente", no dejó de enfrentar rebeliones de caudillos como la de Heraclio Bernal, en Sinaloa y Durango, o la de Cruz Chávez, en Tomochic, Chihuahua, que tomó como estandarte el nombre de la Santa de Cabora. Díaz también deshizo a sangre y fuego movimientos huelguísticos insurreccionales como los de Cananea y Río Blanco.
    Ya en el siglo XX, México ingresa a una nueva etapa de violencia telúrica y generalizada con la Revolución Mexicana que no se extingue con la emergencia de un nuevo régimen político en 1921, sino que se prolonga a través de la Guerra Cristera hasta 1929. Si bien la cristera fue la última guerra de envergadura que haya padecido nuestro país, de 1929, año en que se funda el PRI y se cimienta el régimen político que giró alrededor de ese instituto, hasta 1994, cuando estalla una nueva guerra como resultado de la insurgencia zapatista, México experimentó un prolongado periodo de estabilidad política no exento, sin embargo, de experimentar fuertes desafíos de movimientos sociales, como el ferrocarrilero en 1958-59, el médico en 1964, el estudiantil en 1968, o los movimientos armados de Rubén Jaramillo a principios de los sesentas, hasta los de Genaro Vázquez, Lucio Cabañas y a Liga Comunista 23 de septiembre, en los setenta.
    La violencia criminal en esas dos etapas de la historia mexicana nunca llegó a desafiar la credibilidad del Estado y menos a ceder el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Durante los periodos dominados por Antonio López de Santa Ana, Benito Juárez y Porfirio Díaz aparecieron bandoleros célebres como los Bandidos de Río Frío, los Plateados, Chucho el Roto (y, si existió, Malverde); sin embargo, sus acciones y dominio se limitan a barrios o localidades muy limitadas.
    En la mayor parte de los años postrevolucionarios o de la hegemonía priista, este tipo de violencia fue aun inferior a las otras etapas históricas. Hubo grupos delictivos célebres como la Banda del Automóvil Gris o rateros famosos como Roberto Alexander, alias "El Raffles", o asesinos seriales como el "Goyo" Cárdenas, pero la fuerza del crimen organizado ni por asomo desafiaba el enorme poderío del Estado postrevolucionario.
    Después de 1968, cuando brotan los primeros grandes desafíos sociales, políticos y criminales al Estado mediante la guerrilla, las luchas campesinas y obreras independientes y el narcotráfico, va a ir conformándose una nueva etapa en la historia mexicana en la que la estabilidad social, política y económica empieza a extraviarse.
    Las corrientes políticas, movimientistas, guerrilleras y criminales que, por diferentes brechas y calzadas y con diferentes objetivos desafían al estado de cosas, nacen en los setenta y cobran pleno vigor al finalizar el siglo XX e iniciar el XXI.
    Por fuera y por dentro del Estado esas corrientes fueron socavando al sistema político y social que se conformó después del triunfo de la revolución de 1910, unas buscándolo democratizar, otras intentando transformarlo revolucionariamente, y otras utilizándolo para enriquecerse.
    Lo cierto es que el Estado mexicano en ninguna etapa de su historia había demostrado tanta debilidad frente a la violencia criminal y la violencia revolucionaria y/o movimientista como sucede desde el año 2000.
    La violencia del Estado, sin embargo, empieza a aparecer nuevamente ante su incapacidad para resolver mediante las vías democráticas los desafíos sociales y políticos que se levantan en el nuevo siglo.
    Lo más grave de la etapa que actualmente experimentamos es que como nunca en nuestra historia la violencia del crimen organizado supera la del Estado. Cuando el Estado es incapaz de castigar hasta disminuir la violencia criminal a un nivel controlable, estamos entonces frente a la superioridad de la fuerza del crimen organizado. Y esto es así, porque en gran medida la subversión criminal ha penetrado los aparatos represivos del Estado.
    Fue justamente en los años setenta y en Sinaloa donde el crimen organizado se alzó a un nivel de violencia que nunca se había conocido en México. Esta región fue la matriz que permitió su expansión a nivel nacional e internacional.
    Pero al Estado le preocupan más los desafíos de los movimientos sociales revolucionarios que la violencia criminal porque los primeros le disputan el poder y los segundos no, éstos solo buscan utilizarlo.
    La violencia del crimen organizado es incomparablemente mayor a la violencia revolucionaria. De los años setenta al 2006 el número de muertos a manos de las bandas del narcotráfico tan solo en Sinaloa supera a los 20 mil, cifra muy superior a los caídos en los enfrentamientos entre la guerrilla, los movimientos sociales y las fuerzas del Estado en todo el país.
    La violencia de los movimientos sociales ha sido reactiva y muy pocas veces ofensiva. En el caso de Oaxaca los medios de comunicación más influyentes del país han fabricado la idea de que el movimiento dirigido por la APPO utilizó la violencia antes que el gobierno, lo cual es falso. Las barricadas, las bombas molotov y los morteros hechizos han sido utilizadas como réplica a la represión gubernamental.
    Demonizar a los movimientos sociales, reaccionar ideológicamente contra ellos antes de entenderlos es propio de ópticas elitistas y de gobiernos autoritarios. La historia de México está llena de ejemplos en los que los movimientos sociales han buscado la democracia política y social, y muy pocas veces han aireado la violencia como ideología.
    Separar la lucha por la democracia de la justicia social, o de otra manera dicho: separar las libertades políticas y civiles de las oportunidades de desarrollo social es un maniqueísmo del liberalismo conservador. En México y en la mayor parte del mundo, los ciudadanos no separan el progreso social de la democracia. Sola la ideología conservadora separa la democracia de la justicia social, como si fueran dos cosas distintas.
    La violencia del Estado y la violencia criminal atentan contra la democracia. Los movimientos sociales en México la han ensanchado.