Va un pedazo de pan corriendo por las calles de La Habana cuando en una esquina se encuentra con un corte de carne. El pan le dice a la carne: "¡Córrele, ahí vienen unos hambreados!", y la carne se estira y permanece acostada: "Córrele tú, a mí ni me conocen".
La clarividencia cruel de este mal chiste, a mi entender, es el lugar de partida para comprender ese fenómeno que llamamos cultura: La hipócrita sinceridad de la carne, la ceguera del puñado de cubanos hambrientos que nos persiguen, y nuestra perplejidad de pan viejo.
Tal vez esto ayude a explicarme: Fabrizio Mejía Madrid cuenta en "Hombre al agua" que la infancia consiste en correr a todos lados y recibir golpes. Tras atravesar la juventud, uno busca la manera de que le paguen por ello. Pero con habilidad kafkiana es inútil preguntarse por qué corremos (salvo que miremos atrás con la suficiente puntería para ver gente hambrienta) o por qué debemos recibir golpes.
Muy de vez en cuando nos topamos con pedazos de carne que representan la otredad, nuestra ocasión de mirar nuestra cultura con los ojos del otro. Quizás incluso tengamos esa buena voluntad de advertirle del peligro que acecha, y nos diga "córrele tú, así no funcionan las cosas para mí".
Un ejemplo es la economía internacional. Yo me imagino al libre mercado y a los valuadores del poder adquisitivo de cada país como una oficina a donde llega un panadero, después de una jornada de trabajo, y le preguntan: ¿Usted en qué trabaja?, panadero; ¿cuántas horas trabajó hoy?, ocho; ¿cuántos panes hizo?, todos los que pude; ¿de qué calidad los hizo?, de la mejor que puedo; pues bien, su cantidad de dinero es ésta, ahora cuénteme, ¿en qué país dice que hizo su pan?
Ese último golpe no lo entiendo, pero los que no podemos contestar que somos panaderos de Finlandia, tratamos de correr de esa realidad. Hasta que nos comen.
Insatisfechos por la realidad de nuestro país, evadimos impuestos; usamos redes sociales para reclamar la falta de libertad de expresión (hundiendo nuestra opinión entre el ruido de las opiniones banales), nos reunimos para quejarnos pero si levantamos un brazo es para pedir otra ronda de café (como en reunión de Rotarios), apoyamos la institución y la legalidad de un sistema auspiciado por los medios a pesar de que somos incapaces de confiar en la cajera del banco, en el policía de la esquina o en quien nos reciba en cualquier institución gubernamental. Así que corremos para intentar lo imposible, que no nos agarren a palos.
Luego, si presenciamos un trámite burocrático, una fila de banco, o una elección presidencial en otro país, nos extrañamos de que todo ocurra tan distinto, de que nuestras persecuciones les sean ajenas, aun cuando sus propias miserias nos sean extrañas, porque está claro que el filete venía de fuera. Es decir, que nadie es filete en su propia tierra. Pero a veces preguntarnos por qué nos persiguen, o quién nos está aplacando a golpes puede acercarnos a mejores situaciones. Tal vez si simplemente seguimos corriendo nos dirijamos, sin saberlo, a una tienda de mantequilla untable.
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