El General Mihail Kutuzov, honrado con el título de príncipe de Smolensk, fue famoso por haber dirigido al ejército ruso durante la invasión naopoleónica, y haber logrado la expulsión de los franceses. La mayoría de su carrera la hizo tras sobrevivir un disparo de bala que le atravesó la cabeza en Crimea, cosa que no se contaba fácilmente en el Siglo 18.
En La Guerra y la Paz, Tolstoi lo inmortalizó como un viejo regordete que dormitaba en los consejos de guerra para al final ordenar la retirada. Fue, sin embargo, el único que supo vencer a Bonaparte, quien había demostrado ser mejor estratega que todos los rusos, y que esperaba la capitulación rusa en las puertas de Moscú.
Pero Tolstoi entiende la sagacidad oculta en la parsimonia de Kutuzov, el único que no tenía prisa por demostrar su inteligencia militar, su brío y su porfía ante el que era el rival más poderoso del mundo.
Para Tolstoi, y por lo tanto también para Kutuzov, la guerra no la ganaban las estrategias sino los hombres. Napoleón no había conquistado nada porque él no había disparado una sola bala. La batalla dependía de los espíritus de cientos de miles de hombres, que individualmente, habían aceptado ir a la guerra. Pese a la verticalidad de la jerarquía militar, en el fragor de la batalla, nadie manda sobre el miedo o el heroísmo de un soldado.
Por lo tanto, Kutuzov retrocedía porque nada de lo que planeara podía impedir la derrota de los rusos, que estaban dominados por el miedo a Napoleón, o la victoria de los franceses, que se sabían invencibles. Al ir hacia atrás, Kutuzov acumulaba el odio y la indignación rusa, y llenaba de incertidumbre y agotamiento a los franceses, aún más ávidos de batalla.
Kutuzov aceptó el peso de la memoria al dejar que Napoleón tomará Moscú. Un Moscú en ruinas, quemado y abandonado por los rusos, que no significó la capitulación que Francia esperaba. Una de las ciudades más bellas de Europa, otrora levantada en madera, se había saqueado a sí misma y vuelto cenizas para el conquistador. Moscú ennegrecido fue el precio a pagar para vencer a Napoleón. Kutuzov lo sabía. La ofensa cambió la historia. Los franceses llegaron a la ciudad anhelada y se llenaron de sueños vacíos. Kutuzov notó que el espíritu de sus hombres flotaba por encima del de los franceses, y entonces, simplemente, los liberó.
Así, con paciencia, con frío y con hambre, un viejo débil pero sabio supo vencer a su rival invencible. No lo confrontó a la primera oportunidad. No lo desgastó en derrotas consecutivas que más confianza y osadía daban al enemigo. Hizo buen uso de la desesperanza y el odio, que en lugar de escapar a gotas, se acumularon hasta desbordar.
Y yo pienso, a como están las cosas, bastan un par de Kutuzov para cambiar a México.
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