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"Monólogos"

"La Tarahumara es a veces murallas de piedra que se levantan verticales por muchos metros sin vegetación alguna."

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13/07/2007 00:00

    Suana Guevara

    La sierra Tarahumara

    Faltaban dos horas para estar de regreso en el punto de partida, cuando pensé: "Falta poco para llegar a nuestro mundo..." La frase movió la continuidad del monólogo: "Pues qué ¿estaba en otro planeta? No, ¡pero estaba en la Tarahumara!..."
    Y efectivamente esa región es tan distinta en todos aspectos a los valles agrícolas o las ciudades que habitamos, que efectivamente si no en otro planeta, sí me sentí lejos de la tierra que habitamos.
    Es fácil saber cuándo se va saliendo de la sierra: el paisaje deja de ser imponente y ya no hay que levantar al máximo los ojos para encontrar el cielo, ni bajarlos hasta donde el cuello se lastima, para ver el fondo de una barranca sobre el cual un río salta peñascos formando espumas, o espejos donde se aquieta entre aquellos bosques perenes, lastimosamente heridos por los taladores, conservando aun millones de pinos en lo más alto de sus montañas, y recibiendo la nevada como decoración cuando se llega el invierno.
    Pero la Tarahumara no son solamente los pinos: es parte de ese levantamiento indescriptible de tierra que la fuerza telúrica sacó del fondo de los mares antiguos para formar la Sierra Madre. Su origen es tan fantástico como el aspecto de ese material que afloró siendo elemento diferente a lo que ya había.
    Es extraordinario que como evidencia de lo sucedido, queden por allá en las cumbres yacimientos de conchas y caracoles fosilizados que habiendo estado en el fondo de un mar, fueron luego levantados, y comprimidos hasta convertirse en mármoles y calizas, sin perder la forma original, tal como se encuentran ahora después de millones y más millones de años.
    La Tarahumara es a veces murallas de piedra que se levantan verticales por muchos metros sin vegetación alguna, en pared alta y lisa simulando castillos abandonados en los cuales la humedad pinta de verde y de rosa la piedra, con los líquenes que denotan su presencia sólo por los colores que ninguna brocha podría poner en ellos.
    Es la formación caprichosa de crestas y figuras cinceladas por la lluvia y el viento, que barre lo más blando de la roca, haciéndola de escultor.
    Es los millones de florecitas silvestres cubriendo las laderas donde el sol pone calor: las hay por miles en amarillo, otros miles en distintos tonos de morado, rojo geranio, blanco de algodón, azules, rosas... y las formas cambian no tanto como los matices, pero sí, hasta dar idea de la versatilidad en la creación.
    Existen miradores a casi 2 mil metros de altura desde los cuales se divisa un río que parece quieto, como si no avanzara, porque la corriente no se aprecia a la distancia que lo separa del observador; en dos o tres partes, como minúscula cuadrícula, se divisan algunos techos de lámina de las que fueron fundaciones mineras hace mucho tiempo, y en los cuales han quedado algunas casitas habitadas por nativos que seguramente las heredaron junto con el aislamiento de su enclave.
    Sin embargo, estos habitantes de los antiguos centros mineros no son los seres más aislados en toda la región, porque los nativos tarahumaras están acostumbrados a la voz del viento más que a la de otros hombres, y las familias están dispersas por esos picachos, en su casita sola, mimetizados con el paisaje, siendo necesario que la señale un guía, para que el turista la vea.
    Otros viven en cuevas. Son oquedades grandes como una habitación pequeña, bajas y no siempre con el piso a un sólo nivel, porque la piedra del interior es irregular, pero ahí se acomodan con lo poco que tienen: un metate, un fogón con lámina encima para cocinar las tortillas, bules para agua, algunas cobijas y pocos objetos más.
    Viven de tejer una paja haciendo con ella canastos con tan buen gusto y diseño, que se pueden considerar un adorno en cualquier estancia.
    También hacen collares de semillas, algunas ollas o muñecas de tela a las cuales les ponen las piernas y brazos de color oscuro que ellos conocen en sí mismos, y las visten con un colorido como el propio de sus atuendos, fuerte, lleno de flores, con paliacates igualmente llamativos, y cabello de estambre siempre negro, como el suyo; trabajan para el turismo, pero no ofrecen muñecas rubias, ni de pantalón de mezclilla, sino su propia imagen.
    Tenemos la diferencia entre su frío y nuestro calor, y hay otras: el aire limpio, el agua pura que escurre de las piedras en manantiales transparentes; la sencillez de su vida, la quietud en el pueblo, y el transitar entre las nubes para encontrar lejanías. Es otra dimensión de mundo llena de encanto.