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"Análisis: Bitácora republicana"

"Lo que resulta claro es que la condescendencia con el despotismo conduce fatalmente a su renacimiento o a su metamorfosis. La mala hierba que no se arranca de raíz vuelve a crecer"

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19/10/2007

    Joel Díaz Fonseca

    El valle de los caídos

    Hace cerca de 15 años regresaba a Madrid procedente de El Escorial, en donde había coordinado un seminario de la Universidad Complutense. Pasé enfrente del Valle de los Caídos, cúspide de la ignominia franquista, edificado mediante trabajos forzados de republicanos españoles bajo la conducción de oficiales de los campos nazis de concentración. Pensé que una genuina democratización no podía permitirse el lujo de la amnesia moral.
    Tenía ese mismo día un encuentro con el Presidente socialista del Gobierno en la Moncloa. Vehemente, como suelo ser, le trasmití mis reflexiones y le sugerí que se promoviera una campaña orientada a su demolición, o que, en el extremo, un día amaneciera destruido, como ocurrió entre nosotros con la estatua de Miguel Alemán en la Ciudad Universitaria. Después de reconvenirme por mi insensibilidad ante el proceso de reconciliación, me dijo tajante que el horno no estaba para bollos.
    He sugerido desde entonces ese ejemplo plástico para ilustrar un dilema esencial de todas las transiciones: ¿Qué hacer con el pasado? La respuesta no es simple ni idéntica en todos los casos.
    Unas justificaron el olvido por la lejanía cronológica de los hechos, España, o explicaron el perdón por la vigencia factual del adversario histórico, Argentina, o bien lo fueron incinerando a fuego lento, como Chile. Otras lo acribillaron simbólicamente en la persona del dictador, Rumania, y otras más lo persiguieron hasta la extinción, Alemania del este.
    Lo que resulta claro es que la condescendencia con el despotismo conduce fatalmente a su renacimiento o a su metamorfosis. La mala hierba que no se arranca de raíz vuelve a crecer, sea en la insolencia oscurantista de la derecha española, en el militarismo latente de Centroamérica o en la pervivencia multiplicada de la corrupción y la reproducción autoritaria del antiguo régimen, como ocurre en México.
    Es sabido que la reconstrucción del andamiaje institucional y del proyecto histórico son indispensables para consumar el cambio político, pero como se ha visto, no suficientes.
    Dibujar el futuro con la pureza del edén es sólo un sueño revolucionario, pero se precisa cuando menos asegurar que aquellos valores y conductas llamados a sepultar, no vuelven a enseñorearse (como los muertos de Don Juan Tenorio) por efecto de la tolerancia inocente o de la imprevisión culpable.
    Media además la eminente superioridad de los derechos humanos sobre cualquier otra norma y el imperativo de escudriñar sus graves violaciones en el pasado. La ley no escrita de la transparencia histórica, como fundamento de la construcción de ciudadanía y de una educación democrática valedera.
    Ello conduce a un profundo examen de conciencia colectiva y a la veda de la glorificación heráldica de los crímenes cometidos desde el poder.
    Es un hecho de consecuencias mayores el envío a Cortes, con el apoyo de siete partidos, del proyecto de Ley de Memoria Histórica. Entre otras medidas de reparación, ésta obligaría a "las administraciones públicas" a retirar de calles y edificios los símbolos franquistas que aun subsisten, sean "escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de la sublevación militar de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura".
    Condena sin apelación, que no decide todavía legalmente el destino de la iglesia del Valle de los Caídos, tumba del generalísimo. Incluye sin embargo a los propietarios privados de inmuebles portadores de semejantes insignias, a quienes podrían "quitarse ayudas o subvenciones si no actúan del modo previsto por la ley".
    Abarca igualmente a la Iglesia, en cuyos edificios abunda el emblema del yugo y las flechas, acompañado del lema: "caídos por Dios y por España".
    De manera tal vez tardía, pero aun oportuna, se expande la revisión de afrentas pretéritas. En Argentina, la justicia acababa de sentenciar al "sacerdote del horror", Christian Von Wernich, responsable de siete asesinatos, 34 torturas y 42 desapariciones, célebre por su traje talar salpicado de sangre.
    Consecuencia de la anulación, en 2005, de la Ley de Obediencia Debida y Punto Final, continúan aflorando hechos abominables en los que el ejército se aparea con la autoridad eclesiástica.
    Por diferentes latitudes surge la exploración y la expiación del pasado. En Chile prosigue la excavación de las tumbas y la indemnización de las víctimas, al tiempo que se arresta a la familia Pinochet.
    El Gobierno del Perú obtiene la extradición de Fujimori, mientras la Comisión Interamericana de Derechos Humanos exige al de El Salvador el esclarecimiento del asesinato del Arzobispo Óscar Romero.
    En Guatemala, tras nuevas denuncias de masacres, el Estado emprende las exhumaciones; en Italia y Alemania se reaviva el debate sobre los monumentos fascistas y las sentencias dictadas en su tiempo por el Tribunal Popular.
    En ese contexto, las pesquisas parlamentarias sobre la fortuna de la familia Fox y las peripecias acaecidas al monumento de su jefe en Boca del Río, no rebasan el ámbito del pintoresquismo.
    Eluden lo principal: la sanción histórica y el castigo judicial de los excesos incurridos. El más grave, la traición al depósito democrático que le fue confiado y la falsificación del proceso electoral. Procedería, al menos, la erección de una Comisión de la Verdad, como lo ha exigido el Frente Amplio Progresista.
    Actitudes equívocas y derivas populacheras, acabarían alimentando el "rating" del ex Presidente, quien, al decir de su vocero, cometía intencionadamente pifias chocarreras a efecto de incrementar su aceptación por el vulgo.
    Y lo que es peor, terminarían por limpiar el rostro del actual gobierno y eximirlo de sus taras congénitas, presentando como una ruptura política lo que sólo parece ser una complicidad camuflada.
    Si bien la reforma en serio del Estado es la mayor asignatura pendiente y por hoy la única esperanza posible, fuerza es admitir que los cambios previstos no surtirán los efectos deseados en ausencia de una ruptura radical con el pasado.
    Si nos afanásemos en exclusiva por la continuidad institucional, estaríamos tal vez pavimentando la legitimación de lo agravios.

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