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"Carlos Monsiváis: Las tiras cómicas y los cómics"

"Los cómics demandan la identificación de sus lectores con temas, personajes y atmósferas."

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09/10/2005 00:00

    El comic-book o cómic se inicia en Estados Unidos a fines del Siglo 19, y en la década de 1920 se vuelve un género capitalino o nacional en México. Escuela inadvertida de diseño gráfico, de sentido del humor, de estilos del dibujo, de aclimatación multigeneracional del melodrama, de ampliación del espacio narrativo del cuento de hadas, el cómic es una fuerza cultural que apenas ahora se reconoce gracias a escándalos políticos como el de Memín Pinguín.
    Los cómics demandan la identificación de sus lectores con temas, personajes y atmósferas. La identificación: el pobre se reconoce en la admiración por las palabras que le gustaría usar; el niño se añade mentalmente a las hazañas de sus coetáneos que crecen bondadosos y nobles en medio del oprobio del arrabal; el ama de casa se refleja en las mujeres que sufren y ríen de felicidad al saberse mártires y lloran por su desconocimiento de otras técnicas informativas; las familias y los grupos de niños o de jóvenes forjan "el sentido del humor nacional" al festejar a los personajes límite.
    El que se identifica con los ofrecimientos del cómic reafirma y modifica valores sin enterarse bien a bien de cuáles son, y mitiga las angustias del desplazamiento y la marginación. Por eso, al cómic mexicano lo consolida el desdén por los requerimientos del público infantil. Lo que ocurre es al revés: si lo leen los adultos, lo consume la niñez. No es gratuita la fórmula tremolante: "Apta para niños de ocho a 80 años". A la industria del cómic las edades le dan igual.
    ¿Por qué suponer al cómic un género exclusivo o fundamentalmente de la infancia? En las primeras décadas del Siglo 20 se incluyen tiras cómicas (comic strips) en los diarios que al hacerlo les dan a las mujeres, expulsadas de la política, el aliciente de "leer algo, de entretenerse". Los niños, por antonomasia, no se acercan a las publicaciones.
    En pos del éxito, los directores de periódicos exigen la imitación de los modelos estadounidenses. Se cumple la orden, pero casi al instante se traiciona el programa de copias no tanto por atender a la "sicología nacional", sino porque el público exige lo nacional en el habla, en los atuendos, en las atmósferas, en el gusto por la improvisación de las tramas.
    No hay un gran público para "lo gringo", el humor aséptico, las sensaciones de bienestar institucional, el moralismo light, y los lectores optan por la picaresca, los personajes y las situaciones locales, el humor intraducible. A las historietas no se les considera producto artístico o literario; sólo ilustraciones a escala del melodrama o del regocijo más cercano, la "nacionalización" de un género.
    Y, además, en México no hay artistas de la calidad de Alex Raymond (Flash Gordon), Hogarth (Tarzán), Hal Foster (El Príncipe Valiente), ni un talento formal y argumental como Will Eisner (El Spirit), y sólo aparecen equivalentes, más en la inventiva que en la forma, de Mamá Cachimba o Lil Abner, (Al Capp).
    Una cosa por la otra: si no se cree en el experimento ni en la perfección del dibujo, tampoco se tienen criterios rígidos. No obstante el papel pueril que se les asigna en las publicaciones, los creadores de los cómics saben bien que sólo funciona lo hecho para un público de todas las edades. En prueba de lealtad a los mayores de 18 años, persisten en el cómic las prostitutas nobles y desdichadas, los gigolós que golpean y aniquilan a sus víctimas, las atmósferas de vicio y redención.
    Pero a la censura, tan estricta durante décadas, no la incomodan las "extravagancias" de materiales supuestamente dirigidos a los niños, porque los censores están al tanto: eso no deja huella, a los vencidos de antemano no los perjudican las "influencias nocivas", los niños dignos de protección nunca leerán estos materiales o, si lo hacen, dispondrán de antídotos.
    Se equivocan: los niños leen los cómics por su certidumbre: el medio es el mensaje, lo importante es descifrar los signos y los símbolos de cada página, y el tema, aún en el caso del melodrama, es mero tributario de la forma.
    Gustos coincidentes y conclusiones opuestas. De la misma historieta "apta para todas las generaciones", los niños desprenden una lección y los adultos otra enteramente distinta; a unos les sirve en el aprendizaje de los sueños colectivos y a los otros en los ensayos de la resignación.
    Un público exclusivamente infantil no le es suficiente al cómic, y por eso convoca también al desamparo adulto, allí donde quienes no creen "leer", sino entretenerse con la única literatura a su alcance.

    Entre la ideología y un chiste
    La industria del cómic de "la Edad de Oro" obedece a consignas del anticomunismo más disparatado, promueve y defiende el machismo, se niega a los experimentos, explota el fanatismo y las supersticiones, le tiene pánico al dibujo artístico, no es rentable, paga sueldos de hambre a dibujantes y argumentistas...
    Con todo, en la etapa 1920-1960 el cómic mexicano se relaciona vivamente con sus lectores, y las portadas donde la tragedia es apenas el principio de las desdichas, y se manifiestan el humor opresivo o liberador y los magos y monstruos patéticos, se engendran en la economía de sobrevivencia poblada de experiencias y creencias muy firmes.
    Todo está cerca en un momento: no muy distintos a los procedimientos del cómic se hallan los cromos de santos y vírgenes que atestiguan la relación con lo sagrado, y no muy alejadas de la vida cotidiana las frases desgarradas de los melodramas. Y más que la manipulación, al fenómeno lo explica la ausencia de alternativas. Se aceptan los productos ínfimos de cómics, fotonovelas, televisión y cine "populista", porque no hay  sustitutos, así de simple.

    ¿Cuáles son algunos de los temas del cómic de "la Edad de Oro"?
    - Melodramas de sirvientas convertidas en burguesas (La Cenicienta), cruzados por los fatalismos de clase, con ambientes degradados a los que redime la generosidad del alma, y atmósferas de lujo a las que sedimentan los odios familiares.
    - Variantes del Hombre Mono con su procesión de monstruos, villanos multiformes, fosos de serpientes, tigres inesperados y elefantes auxiliadores. Por fantasía se entiende la "proletarización" de los argumentos de Hollywood.
    - Tratamiento reduccionista de la niñez, presentada como el espacio de comprensión de una sociedad a través del sufrimiento doblemente injusto o la más triste banalidad.
    - Variantes del superhéroe del cómic estadounidense con poderes mentales, control de fuerzas astrales, dominio de las culturas orientales, percepción extrasensorial, telequinesis, capacidad de desdoblamiento, etcétera.
    - Series humorísticas que en sus grandes ejemplos (Rolando el Rabioso de Gaspar Bolaños, Los Supermachos de Germán Butze y, sobre todo, Los Superlocos y La Familia Burrón de Gabriel Vargas) renuncian a un imposible american-way-of-life en México, e intentan algo más libre, donde el delirio cómico y el sentido de la irrealidad se sujetan a la estrechez del medio y anuncian la sustitución del nacionalismo tradicional por el humor derivado de un afecto dolido e irónico hacia un pueblo y sus costumbres.
    - Cuentos de brujas o fantasmas, ligados inevitablemente con adulterios y posesiones satánicas.

    Si no hay versión fílmica, es que el cómic nunca se publicó
    Al ser tan exiguo el número de tramas disponibles, no se tarda en reconocer los grandes orígenes de la literatura tan formativa para generaciones enteras de niños: el melodrama fílmico, la perspectiva "sanitaria" de los chistes (o el humor genital) y, de nuevo, los cuentos de hadas, a cuya estructura se sujetan los cómics de superhéroes, de Superman y Batman a Los Cuatro Fantástico y El sorprendente Hombre Araña. La novedad, que no lo es tanto, es la presencia del melodrama.
    En lo demás, los esquemas narrativos están ya presentes desde la década de 1930 y los nuevos son escasísimos, con excepción del trabajo político de Rius, cuyo notable éxito internacional ratifica su eficacia didáctica y lo persuasivo de su humor.
    Y los lectores de mentalidad agraria y experiencias marginales, le confían al cómic la sustitución de su cultura oral, su pasión por las proezas del santoral alternativo, su gana de humor grueso, su fascinación ante el relato inacabable, en el estilo de Las mil y una noches, su gozo maniqueo por héroes y villanos intachables, y su gusto por la reproducción de un habla que si no tiene que ver con la suya, lo tendrá en unos meses.