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"Plaza pública"

"Los mesmos, nada más que devididos"

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27/09/2009 00:00

    Gestionan

    El jueves 24 de septiembre, al comparecer en San Lázaro el Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, quedó reunida buena parte de la historia de la Policía federal.
    La encarnan el propio funcionario y media docena de diputados que han tenido responsabilidades en seguridad y procuración de justicia, algunos de los cuales fueron enviados a la tribuna a impugnar a García Luna, a quien personal o funcionalmente conocen de cerca. Otro más, que en el pasado lo denunció formalmente, eligió guardar silencio.
    La sesión de ese día irritó a muchas buenas conciencias, por la acusación estridente y efectista, por la sonoridad inquietante de ciertas palabras y algunos nombres, como si fueran castos los oídos que los escuchan.
    Quienes se escandalizan por el bullicio camaral acaso extrañan los tiempos, no muy remotos, de las cámaras silenciosas o con mayorías aplastantes donde se insultaba agresivamente a las minorías o se las castigaba con "el látigo del desprecio".
    Si bien no es deseable que la energía legislativa se desfogue en meros encontronzazos verbales, éstos son inevitables en un recinto donde comparecen intereses y pareceres diferentes, aunque la diferencia pueda ser coyuntural o estratégica y aun simulada.
    Alejandro Gertz Manero, Diputado por Convergencia, que pudo subir a la tribuna a indagar sobre la probidad de García Luna, fue el primer Secretario de Seguridad Pública federal.
    Lo eligió Vicente Fox después de conocer su desempeño en la misma función durante el primer Gobierno perredista del Distrito Federal.
    Antes o al mismo tiempo de encabezar la lucha contra el crimen organizado, tuvo que hacer el inventario de su herencia, cuyo principal componente era la todavía flamante Policía Federal Preventiva, de menos de un año de edad y ya corrompida, acaso porque sus genes determinaron esa condición.
    Señaló por uso indebido de recursos públicos en compras de equipo aéreo para la policía a sus jefes Wilfrido Robledo y Genaro García Luna.
    La indagación administrativa, a cargo de la Secretaría de la Contraloría, no se convirtió en penal porque el Procurador Rafael Macedo de la Concha cobijó a García Luna: lo nombró primero coordinador de la Policía Judicial federal y después le confió organizar un cuerpo que la sustituyera, la Agencia Federal de Investigación.
    La PFP había sido apresuradamente organizada por el Subsecretario de Seguridad Pública de Gobernación, Jesús Murillo Karam, sacado anticipadamente de la gubernatura de Hidalgo a mediados de 1998.
    En enero siguiente se publicó el decreto que creaba esa nueva fuerza policial, cuyo primer comisionado, con ese título se designaba a su jefe, fue Omar Fayad Meneses, a quien Murillo Karam había llevado consigo a Bucareli.
    Nacido en Huejutla de Reyes, capital de la huasteca hidalguense el 26 de agosto de 1962, Fayad Meneses había permanecido en el DF después de graduarse de abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional.
    Sus primeros pasos en el servicio público ocurrieron en la PGR y en el Instituto Nacional de Ciencias Penales, Inacipe.
    Gobernador a partir de abril de 1993, Murillo Karam lo atrajo a Pachuca, donde fue responsable de los servicios educativos y de 1996 a 98, los mismos años en que lo fue Arturo Chávez Chávez en el distante Chihuahua, fue Procurador de Justicia de Hidalgo, en reemplazo de Leoncio Lara, el único jurista que después de aquella experiencia ministerial ha sido abogado general de las tres grandes casas de estudios superiores de la capital de la República: la UNAM, el IPN y la UAM.
    Fayad, por su parte, después de unos meses a la cabeza de la naciente policía federal pasó a dirigir las aduanas en la Secretaría de Hacienda.
    Fue después Diputado federal en 2000 y Alcalde de Pachuca hasta enero pasado. Diputado de nuevo, fue contradictor de García Luna el jueves, sólo unos días después de que la policía municipal que dirigió quedara en severo entredicho.
    El personal de la aquella nueva Policía federal se integró a partir de dos fuentes: el Ejército por un lado, y el Centro de Investigación en Seguridad Nacional, Cisen que para ejercer la misma función de policía política reemplazaba a la temible y corrupta Dirección Federal de Seguridad.
    Del nuevo centro surgieron quienes encabezarían a la PFP, Wilfredo Robledo, quien a su vez procedía de la Marina, el propio García Luna, con un grupo en torno suyo, y Ardelio Vargas Fosado.
    Este último había llegado al Cisen a causa del infortunio político. Después de sus estudios de derecho en la entonces recién creada Escuela Nacional de Estudios Superiores Acatlán, de la Universidad Nacional, Vargas Fosado volvió a su terruño y fue alcalde de Xicotepec, la antigua Villa Juárez, en la sierra norte poblana próxima a Hidalgo.
    Al concluir su trienio, en 1990, logró que lo reemplazara un colaborador suyo, lo que supuso una infracción al orden político prevaleciente entonces y todavía hoy en las entidades regidas por el PRI, en que "los presidentes municipales son del Gobernador".
    Por ello Vargas se malquistó con el de turno, Mariano Piña Olaya. Se le imputó un homicidio, de cuya acusación quedó exonerado, pero tuvo que irse de su tierra.
    El Cisen estaba acogiendo a jóvenes profesionales para prepararlos en tareas de inteligencia, que ejercía sin abandonar las antiguas prácticas de la DFS.
    Y así como el ingeniero mecánico de la UAM García Luna fue reclutado, también Vargas Fosado encontró allí puerto en su desdicha política.
    Cumplió funciones delicadas como ser delegado en Chiapas en la coyuntura del alzamiento zapatista y cinco años después pasó a la PFP.
    Allí se le confiaron responsabilidades en la acción sobre el terreno. Llegó a ser jefe del Estado mayor de la nueva policía, virtualmente su comisionado después de la renuncia de Gertz Manero, que había preferido serlo al mismo tiempo que Secretario de Seguridad Pública, y bajo el mando de Ramón Martín Huerta y Eduardo Medina Mora.
    En ese carácter, en mayo y en octubre de 2006 dirigió la actuación de la Policía federal en Atenco y en Oaxaca.
    En esas operaciones brutalmente represivas e ilegales, dejadas en la impunidad, actuó en colaboración con autoridades locales, dos de cuyos titulares son sus compañeros de bancada en esta legislatura, de la que forma parte en su retorno a la política poblana como Diputado por el primer distrito, con cabecera en Huauchinango.
    Esos sus compañeros son Humberto Benítez Treviño, Secretario de Gobierno de Enrique Peña Nieto y Heliodoro Díaz Escárraga, que lo fue de Ulises Ruiz en Oaxaca y que también perteneció a las filas del Cisen.
    El personaje central de la sesión del jueves recorrió ruta semejante a la de Vargas Fosado, que ahora lo interrogó con tersura, apenas interrumpida por un reproche a su protagonismo.
    En efecto, Genaro García Luna se improvisó investigador de inteligencia en el Cisen y tuvo responsabilidad en esa materia en la Policía federal, antes de que Macedo de la Concha lo llamara a la Procuraduría general de la República.
    Organizó y dirigió la Agencia Federal de Investigación con un grupo de fieles que de nuevo lo rodean en la Secretaría de Seguridad Pública.
    No todos sus antiguos compañeros siguen a su lado: algunos de ellos han sido asesinados y otros están en la cárcel.
    Pero los sobrevivientes son prueba viva de que García Luna es amigo de sus amigos. Y también protector de subordinados escogidos.
    Lo sabe por experiencia propia el Diputado priista Alfonso Navarrete Prida, que expuso la posición de su partido ante la política de seguridad del Gobierno panista el jueves pasado.
    Tras el asesinato de Enrique Salinas de Gortari, caso que como muchos más no ha sido resuelto, en diciembre de 2004, la Procuraduría del Estado de México, a cargo entonces de Navarrete Prida, consignó como extorsionadores a dos miembros de la AFI y pretendió ejercer acción penal contra dos jefes de la misma corporación.
    No consiguió hacerlo.
    García Luna los solapó. No los presentó ante el Ministerio Público local y, lejos de ello, el comandante Eleazar Muñoz fue enviado en comisión a Washington.
    Situados provisionalmente en posiciones antagónicas, estos protagonistas de las policías federales viven el conflicto que asaltaba a algunos revolucionarios de la segunda década del siglo pasado y fue descrito así: Somos los mesmos, nada más que devididos.

    DESCANSO PONERLO EN NEGRITAS: El pasado presente
    Mañana se cumplen 15 años del homicidio de José Francisco Ruiz Massieu, ultimado a tiros en la céntrica calle de Lafragua, de la colonia Tabacalera de la Ciudad de México, a pocos metros del Monumento a la Revolución y del Paseo de la Reforma.
    Aunque los imputados por organizar el crimen y por su ejecución material siguen presos, los dos eslabones principales de la cadena preparada para conseguir ese objetivo no lo están.
    Uno lo estuvo y quedó libre, Otro quizá no aparezca más, pues tal vez haya fallecido y no de muerte natural.
    O acaso se oculte para evitar que, precisamente, se le asesine como al segundo político notable muerto con violencia en el último año del Gobierno de Carlos Salinas de Gortari, ambas víctimas muy cercanas a quien entonces se aprestaba a ser el jefe máximo del neoliberalismo, disfrazado de liberalismo social, que regiría el País a través de gobernantes peleles, como lo había hecho Plutarco Elías calles, jefe máximo de la Revolución.
    Ruiz Massieu había hecho una carrera que arrancó de la vida universitaria hasta la administración y la política, tanto federal como en su estado, del que llegó a ser Gobernador tempranamente.
    Como parte de su trayectoria casó con Adriana Salinas de Gortari, hija de un Secretario de Estado y hermana de quien llegaría a un cargo de esa naturaleza y luego a la Presidencia de la República.
    Disuelto ese matrimonio en términos enojosos para la familia Salinas de Gortari, especialmente para Raúl, el hermano mayor, José Francisco Ruiz Massieu y Carlos Salinas de Gortari preservaron una relación formal bajo la cual hervían los resentimientos.
    Ruiz Massieu no se recataba para decirlo. Elegido diputado y futuro líder de los legisladores del PRI, anunciaba sin embozo que Ernesto Zedillo lo haría Secretario de Gobernación tan pronto asumiera el Gobierno, y desde allí, pero sobre todo cuando fuera el sucesor de Zedillo, hasta allá alcanzaba su mirada, ajustaría cuentas con quienes fueron su familia política.
    No pudo hacerlo. El 28 de septiembre de 1994, al concluir un desayuno con los diputados a los que encabezaría a partir de noviembre, subió a su coche.
    Lo manejaba él mismo, acaso para que su chofer no atestiguara la conversación que sostendría con Heriberto M. Galindo Quiñones, también elegido Diputado el 21 de agosto anterior, pues ese año, por excepción causada por el alzamiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, los comicios federales no se efectuaron el primer domingo de julio sino el tercero del mes siguiente.
    Un minuto después de que tomara el volante, desde el camellón de esa avenida un matarife disparó contra el político guerrerense y pretendió huir, pero fue detenido. Confesó haber sido contratado para cometer ese crimen.
    Capturados quienes le pagaron, revelaron que un Diputado los había convocado a esa operación, concebida expresamente como de tinte criminal y político.
    Ese legislador era Manuel Muñoz Rocha, un ingeniero civil tamaulipeco, muy próximo a Raúl Salinas de Gortari, quien había influido para que su amigo y compañero de generación en la UNAM presidiera en la 55 Legislatura la comisión de recursos hidráulicos, con cuyo personal se urdió el crimen de Ruiz Massieu. Como en una trama de ficción, literaria o fílmica, de modo semejante al que 10 años antes protagonizó José Antonio Zorrilla en el sepelio de Manuel Buendía, su víctima, Raúl Salinas de Gortari y Muñoz Rocha acudieron al Hospital Español, a donde fue llevado Ruiz Massieu que no murió instantáneamente.
    Quizá necesitaban, además de simular ser ajenos al atentado, asegurarse de que éste concluyera como estaba previsto, lo que en efecto ocurrió horas después.
    La rápida averiguación condujo de inmediato al Diputado tamaulipeco, que huyó primero a Pachuca, a casa de un amigo que lo acompañó después al domicilio de Raúl Salinas en las Lomas de Chapultepec.
    Días más tarde, un papel enviado por fax, presuntamente con su firma, donde pidió licencia, sirvió para desposeerlo de su fuero, a fin de que pudiera ser llevado ante la justicia.
    No ha sido posible hacerlo. Se lo tragó la tierra, al punto de que su esposa, la señora Marcia Cano, obtuvo hace tiempo una declaración de ausencia, al cumplirse siete años de su desaparición.
    Aunque el Cónsul mexicano en Houston Humberto Hernández Haddad dijo haber comprobado su presencia en Texas, al Gobierno mexicano no le pareció útil localizarlo, y nada se sabe de él desde esa última noticia.
    Su amigo y protector Raúl Salinas, en cambio, fue detenido en febrero de 1995, acusado del homicidio de su ex cuñado.
    Zedillo, víctima de la bomba de tiempo que dejó bajo el sillón presidencial su antecesor, capoteaba entonces la tormenta financiera y económica causada por esa bomba, y se benefició de que el hermano mayor de su verdugo fuera procesado. Se le condenó hasta a medio siglo de prisión pero a la postre quedó exonerado.