"Lugares de culto"

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17/12/2013 00:00

    Siempre me ha llama­do la atención la fa­cilidad con la que los seres humanos gene­ramos lugares de culto. Luga­res que consideramos aparte, especiales, distintos a los de­más, es decir sagrados, intoca­bles, según la definición de los especialistas. Lo interesante es que esta sacralización no se relaciona únicamente con las religiones establecidas o institucionales; se genera por todas partes, dentro y fuera de las religiones.
    Más aún, los medios ma­sivos de comunicación y en particular el cine, tienden a promover nuevos lugares de culto. Basta con que un lugar o una obra aparezcan en una película, para que las masas acudan en una nueva forma de peregrinación a ver los sitios o los objetos de culto, que se convierten en formas de atracción modernas. Las largas filas ahora se acumu­lan para ver los lugares que aparecieron en la novela o, mejor aún, en la película del Código Da Vinci, los lugares donde se filmaron algunas de las secuencias de Harry Potter, o en tal o cual película de Woody Allen, o para cono­cer los restaurantes que solía frecuentar Hemingway (La Closerie de Lilas) o Picasso y los artistas de su generación (Le Dome o La Coupole).
    Hay museos que ahora se llenan porque alguna de sus obras es protagonista central de alguna novela llevada a la pantalla, como la chica del collar de perlas de Veermer. La gente quiere ver lo que apa­reció en la pantalla y experi­mentar lo que vivieron otros.
    Todo ello quizá significa que los seres humanos ne­cesitamos establecer dichos lugares, primero como un esfuerzo para la memoria, para el recuerdo, pero luego éstos se van convirtiendo en lugares sagrados: el Arco del Triunfo, donde está la tum­ba del soldado desconocido (para empezar de la I Guerra Mundial, luego de otras gue­rras) o la Tumba de Napoleón en los Inválidos son un buen ejemplo de ello.
    Otros lugares van incluso perdiendo su original senti­do religioso y se resacralizan como objetos de un nuevo culto, pero secular. La Igle­sia de San Sulpicio en París, que forma parte de la intriga del Código Da Vinci ahora es visitada para observar el obelisco o "Gnomon Astro­nomicus" dispuesto allí para observar los solsticios y el día de la Pascua. Ya no digamos la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père Lachai­se o la de Sartre y Simone de Beauvoir en el cementerio de Montparnasse, donde siguen acompañando por cierto a la tumba de Porfirio Díaz que no deja de recibir flores.
    Pero si se quiere un lugar menos lúgubre, los propios Sartre y Beauvoir pueden ser venerados en el restau­rante "Aux Deux Magots" en Saint Germain de Pres, como puede hacerse con Napoleón en "Le Procope", según una leyenda bien aprovechada por los dueños del café más antiguo de París.
    La sacralización es por lo tanto parte de nuestras exis­tencias, incluso las más se­culares y secularizadas. Por el simple hecho de que que­remos darle un lugar aparte, un lugar especial a algunas personas, sitios u objetos. Me queda claro que esto es lo que, justamente, se hará a partir de ahora con Nelson Mandela. En sus exequias el actual presidente de Sudá­frica hablo de él casi como si fuera Dios o por lo menos un santo. Se habló de perdón, de reconciliación, del legado y del futuro que se construirá con su memoria.
    No me cabe la menor du­da que el lugar donde fue en­terrado se convertirá en un lugar de peregrinación para todos aquellos que han sido tocados positivamente por sus acciones y para los que, sin haberlo conocido, segui­rán su ejemplo. No es que el mundo esté necesitado de lo sagrado; es que lo produci­mos, incluso sin pretenderlo, como efecto inmediato de nuestra experiencia. No que­remos olvidar a nuestros se­res queridos y por eso cons­truimos altares de muertos. No deseamos olvidar lo que pasó y por eso construimos monumentos a los caídos en una guerra. No queremos que se repitan las masacres y levantamos memoriales para las víctimas de la re­presión y el genocidio.
    Lo sagrado, en ese sen­tido, va más allá de lo reli­gioso. Tiene que ver con ese esfuerzo por superarnos co­mo sociedad y como seres humanos. No está de más recordarlo en estos tiempos y en estas fechas tan sus­ceptibles para la crítica y la violencia, pero también para una reflexión sosegada.
    roberto.blancarte@milenio.com