BELIZARIO REYES / SAÚL VALDEZ
Visité Italia hace ocho años. Junto a nuestros paseos por Donostia, resultó ser uno de los viajes más inmemorables para mi esposa y para mí. Sin duda, la compañía fue determinante. Diana y Tomás, nuestros compadres, resultaron ser no sólo excelentes compañeros en esta aventura llamada "vida", sino además unos perfectos camaradas del llamado "mochilazo".
Estuvimos en Florencia, Venecia y Roma. Algo así como lo clásico para una primera vez. Venecia fue mucho más de lo que yo esperaba; Florencia, el refugio de ese escultor y pintor tocado por la perfección, Miguel Ángel; y, Roma, una de las ciudades más desorganizadas que conozco, pero funciona.
En Roma, el paso por el Vaticano es obligado. Un Estado dentro de una ciudad no se ve todos los días. Hacía tiempo que en mi itinerario tracé esas coordenadas. El fenómeno de la migración, el género y la religión trastocan este siglo.
El cristianismo es la religión con mayor número de adeptos, alrededor de dos mil millones. Presente en todos los continentes, el catolicismo registra a más de la mitad de los fieles del rito romano.
Asistí como tantos turistas a la audiencia pública que otorgaba el Papa Juan Pablo II. Me convocó más el sentido histórico, sociológico y político, que la religión que profeso. Se trataba de observar de cerca a uno de los hombres que ha transformado como pocos la faz de la tierra. Así como existió Napoleón, Churchill, Ghandi, la madre Teresa de Calcuta; así existía el Papa venido de Polonia, y nosotros lo teníamos a escasos cincuenta metros.
Mientras mi comadre derramaba una lágrima en silencio, mi compadre seguía filmándolo hasta clavarle el "zoom" de la videocámara en la pupila, mi mujer se estremecía de la emoción, yo hacía un ligero recuento. Ningún rey. Ningún presidente. Ningún Secretario General de la ONU. Ni siquiera el más célebre y globalizado de los cantantes. No recordé algún deportista o actor. Nadie podía rivalizar con la popularidad del Juan Pablo II. ¡Tal magnetismo es poder!
Regresé a casa y estudié más del personaje. Lo que más me impactó en él fue su humildad, su sencillez. Encontré en la biblioteca una imagen que me desplomó. Se desarrolla en la plaza de San Pedro, al día siguiente de su elección, el primer día de su pontificado. Los cardenales se aproximan al nuevo Pontífice, uno a uno como reza la costumbre. De pronto, algo sucede. Es un forcejeo. El nuevo Papa se resiste a que uno de los cardenales se arrodille frente a él. Es el viejo cardenal primado de Polonia, Wyszynski, su antigüo compañero de lucha. El joven Papa lo sostiene, para terminar la escena en un fraternal abrazo. Este momento está inmortalizado en una estatua en la Universidad de Lublin.
Karol Wojtyla nació el 18 de mayo de 1920, en Wadowice, un pueblo cercano a Cracovia. Hijo de un militar, de grado lugarteniente y una madre maestra; su padre falleció en 1940, mientras que su madre desapareció cuando él contaba apenas con nueve años de edad.
Trabajó como obrero, antes de entrar al seminario en 1941. Se ordenó sacerdote cinco años después. Después de varios años en Roma, donde estudió teología al lado de los dominicanos franceses, Wojtyla fue nombrado vicario en diversas parroquias. Se convirtió en Obispo en 1958, y participó activamente en el Concilio Vaticano II.
Arzobispo de Cracovia en 1962, cinco años más tarde recibió la orden como Cardenal por conducto de Pablo VI. Monseñor Wyszynski, primado de Polonia, debió haber sido sucedido por Woytila, pero las autoridades polacas temían a su carisma y su cercanía con la gente. Terminaron reencontrándolo como Papa.
Desde el inicio la historia de esta biografía se antoja surrealista. Por segunda vez en el año de 1978, el primer cardenal diacono, el Cardenal Felici, anuncia en la ciudad de Roma al mundo entero la elección de un nuevo Papa. Sucedió justo el 16 de octubre, día de Santa Euduvige, Duquesa de Silesia en el Siglo 13, proclamada por el Papa Clemente IV, santa patrona de Polonia. El día de la santa patrona de Polonia, el primer Papa Polaco de la historia es entronizado luego de ocho rondas de votación y de que su antecesor muriera súbitamente a escasos 30 días de haber tomado posesión.
Pero Juan Pablo II no sólo fue humildad y sencillez, ni tampoco un hombre que parecía predestinado. Durante su pontificado siempre se esforzó por dejar un legado. Además de un gran político, hablamos de un hombre de ideas, de convicciones. Su papado bien puede definirse en dos momentos. El joven, impetuoso e incansable líder que defendió la libertad. En nombre de la libertad combatió el comunismo y las atrocidades de las que él mismo fue objeto, a tal grado que se ha llegado a considerar que el atentado sufrido en 1983 fue ordenado por los servicios de inteligencia de la ex Unión Soviética.
Como si existiera una preocupación de parte de Juan Pablo II por mostrarse coherente en su pensamiento y la continuidad de su acción, sin importar el número y el ritmo de su peregrinar, buscó que el movimiento nunca asfixiara la reflexión. Al joven le siguió el Papa experimentado, concentrado por llevar al catolicismo al nuevo milenio. Este movimiento se llamó la fe y la razón (Fides et Ratio), presentada en la encíclica número doce.
Claro defensor de la vida, desde el momento de la concepción; fiel a las tradiciones milenarias de la iglesia, como los roles de los sacerdotes y las religiosas, o su idea la familia. No obstante su determinación, nunca lo llevó a la intolerancia. Decía reafirmar las especificidades del mensaje cristiano frente a la expansión de una nebulosa de religiosidades.
En los momentos difíciles de Karol Woytila y, probablemente de Juan Pablo II, manifestó una y otra vez su rechazo a la inmovilidad justificada en un temor. "No tengan miedo", solía decir.
En momento difíciles como los que se viven en nuestros días, recordé esta frase mientras lo observaba, de una u otra forma, presente en la Catedral de nuestra ciudad, Mazatlán. "No tengan miedo". La biografía de este hombre, hoy santo, es la mejor lección para nuestra historia.
Que así sea.
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