"Nombres de periodistas asesinados. Nombres de editores desaparecidos. Nombres de reporteros muertos. Señales inequívocas de un país que no puede proteger a quienes se dedican a decir la verdad y desenterrarla."
SAÚL VALDEZ / MARIANA LEY
Empecemos por sus nombres. Amado y Philip y José y Roberto y Leodegario y Brad y Francisco y Gregorio y Alfredo y Misael y Guevara y Guadalupe y Raúl y Jaime y tantos más.
Nombres de periodistas asesinados. Nombres de editores desaparecidos. Nombres de reporteros muertos. Señales inequívocas de un país que no puede proteger a quienes se dedican a decir la verdad y desenterrarla.
Síntomas de un gobierno rebasado ante un problema que le parece residual. Signos de la impunidad ignorada, la incompetencia institucionalizada, la violencia que parece normal cuando no debería serlo.
Una lista que crece día tras día sin que alguien haga algo. Una lista de hombres y mujeres cuyo destino fatídico revela lo peor de nosotros mismos.
México entre los 15 países del mundo más peligrosos para ser periodista. México comparable con Iraq, Rusia, Colombia, Bosnia, Rwanda, Sierra Leone, Somalia, Afganistán.
Donde cargar con una grabadora o una cámara de televisión o una libreta puede ser una actividad de alto riesgo. Donde hacer preguntas incómodas puede acarrear consecuencias mortales.
Bien lo saben las familias de 31 personas que pagaron el precio de publicar lo que pensaban durante el Gobierno de Vicente Fox. 31 personas víctimas del llamado "sexenio negro" para los periodistas que se atrevieron a serlo de verdad.
Acribillados en una oficina, balaceados en un auto, secuestrados en una calle.
Y ahora, el caso de Amado Ramírez, corresponsal de Televisa. El que sale de sus oficinas de Radiorama a las 7:30 y camina hasta su automóvil.
El que se acomoda en el asiento de adelante cuando alguien le dispara dos veces por la ventanilla. El que corre, herido en el muslo y la pierna, al lobby de un hotel cercano.
El que muere cuando su agresor lo alcanza y le dispara en la espalda. El que tenía una esposa llamada Guadalupe con la que llevaba 25 años de casado.
El que deja dos hijas que hace unos días esparcieron sus cenizas en el mar. El que había recibido algunas amenazas de muerte pero había decidido ignorarlas.
Uno más. Con nombre y apellido y familia y una historia tras de sí.
Por ello, el Comité para la Protección de Periodistas manda una reclamo al Gobierno de Felipe Calderón. Por ello, la Sociedad Interamericana de Prensa emite una Resolución en Cartagena hace algunas semanas.
Porque México produce cada par de meses su propia versión de Anna Politovskaya, la periodista rusa asesinada por incómoda, preguntona, insistente.
Y porque al igual que en Rusia, aquí no pasa nada: la vida sigue, el crédito se expande, el consumo aumenta, la vivienda avanza, Walmart crece, la población celebra.
Algunos se solidarizan con Amado Ramírez mientras la mayor parte del país se olvida de él. Algunos exigen justicia para los casos pendientes mientras la mayoría ni los recuerda ya. Uno más.
Sí, uno más y ése es el problema. Cada periodista asesinado debería ser un recordatorio; cada comunicador asediado debería ser un llamado de atención.
En México la libertad de expresión no es una realidad celebrada sino un anhelo incumplido. En México la libertad de prensa existe de manera intermitente y con frecuencia precaria.
Basta con examinar lo que ha ocurrido con El Imparcial de Hermosillo, El Despertar de la Costa de Guerrero, El Gráfico de Oaxaca, el semanario Ecos de la Cuenca de Michoacán, el diario Tabasco Hoy de Tabasco, el Diario de Noroeste de Sonora, el periódico El Mañana de Reynosa.
Todos con una historia de intimidación qué contar; muchos con un colega muerto al cual hubo que enterrar.
Un colega que hizo la pregunta equivocada, o escribió sobre el personaje innombrable, o evidenció al político corrupto, o señaló al Gobernador coludido, o exhibió al policía cómplice.
Un colega que simplemente hizo su trabajo: confrontar al poder con la verdad. Ser el Cuarto Poder que vigila a los otras tres. Seguirle la pista a los capos de la droga y a quienes se rinden frente a ellos.
Tareas peligrosos en un país donde todos se salen con la suya y pocos pagan un precio. Tareas de vida o muerte en un país donde la impunidad prevalece y el castigo parece no existir.
Eso lo sabe a ciencia cierta la familia de Alfredo Jiménez Mota, reportero de El Imparcial, quien se especializaba en temas de narcotráfico. A dos años de su desaparición no ha habido un solo informe oficial sobre su caso.
No se ha detenido a alguien; no se ha consignado a alguien; no se ha investigado a alguien. La famosa Fiscalía Especial creada para investigar delitos contra periodistas parece empeñada en ignorarlos.
Allí está. Inservible. Invisible. Inactiva. Mandando el mensaje que quienes acechan a cualquier periodista entienden a la perfección: es posible matar porque no existe una autoridad con la voluntad de castigar.
Es posible matar y punto. Se puede y se vale.
Ante esa visión, extendida, enraizada, es necesario alzar una voz de alarma. Doblar las campanas y tocar los tambores. Decir que la indolencia gubernamental merece ser condenada y la complacencia social también.
Clamar que la violencia en contra de los periodistas refleja problemas con la cultura política del país: la intolerancia compartida, el temor a la palabra y a su poder.
Ese "iliberalismo" que sabotea las aspiraciones democráticas cada vez que muestra la cabeza.
Una cabeza deforme, pequeña, mendaz, autoritaria, excluyente. Una cabeza al frente de un cuerpo social conformado por quienes odian a los intolerantes, y demuestran con ello cuánto lo son.
Una cabeza chata cuyas órdenes siguen todos aquellos que convocan a una guerra en nombre de la religión, la clase, el género, la raza, el partido político, la corriente ideológica, contra el aborto o en favor de él.
Los mismos prejuicios peligrosos contra los periodistas también dirigidos en contra de las mujeres o de los indígenas o los defensores de los derechos humanos la o las minorías o los que son diferentes o los que son "otros" por el lugar en el que viven o por la clase social que ocupan.
La única diferencia es que unos son acribillados con balas y otros con insultos. Pero la actitud es la misma; el odio es similar; las consecuencias son parecidas.
Los intransigentes y sus intransigencias van construyendo, asesinato tras asesinato o agresión tras agresión, un país donde es válido agredir, insultar, apalear, amenazar.
Con pistolas o con tangas. Con cuchillos o con correos electrónicos. Con decapitaciones o con declaraciones incendiarias. A través de un sicario o a través de un vocero de la Arquidiócesis de México.
De un bando o de otro, generando condiciones para la agresión. Hacia los periodistas. Hacia los adversarios. Hacia los opositores.
Hacia Emilio Álvarez Icaza de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Hacia María Consuelo Mejía, Directora de Católicas por el Derecho a Decidir.
Hacia los miembros de la Iglesia Católica que no comparten los fanatismos de sus jerarcas. Hacia los seguidores de AMLO y hacia quienes lo han criticado.
Hacia los seguidores de Felipe Calderón y quienes lo han cuestionado. Gritos van, gritos vienen: "fascistas", "genocidas", "rateros", "asesinos", "violadores", "homicidas", "vendidos", "leguleyos".
El vocabulario de la intolerancia, conjugado a todas horas, en muchos lugares. Con su secuela de muertos y heridos, reales y metafóricos.
Todos los días en México, alguien más atacado por lo que escribe, por lo que piensa, por lo que dice, por su profesión o su sexo o su afiliación política o su color de piel.
Todos los días en México emerge el enemigo interno: esa necesidad urgente de estereotipar y encajonar. Ese deseo ávido, implacable de silenciar y aislar al otro peligroso.
Esas múltiples manifestaciones de desconfianza, rencor, odio, irresponsabilidad con la condición humana. Los periodistas son víctimas cada vez más visibles más no las únicas, y por eso habrá que aprender a desaprender.
Habrá que rechazar los mapas mentales del autoritarismo en el cual patriotismo significaba obediencia, mujer significaba sumisión, religión significaba prejuicio, periodista significaba alguien a quien era posible y deseable silenciar.
Habrá que rechazar la intolerancia y activar una alarma social en su contra.