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"La fábrica de santos y su promotor"

"¿Qué es la santidad, después de todo? ¿Un proceso burocrático, un reconocimiento popular acerca de las virtudes de una persona, o algo divino que está más allá de lo que algunas comunidades o sociedades puedan reconocer?"

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20/01/2011 00:00

    ¿Qué es la santidad, después de todo? ¿Un proceso burocrático, un reconocimiento popular acerca de las virtudes de una persona, o algo divino que está más allá de lo que algunas comunidades o sociedades puedan reconocer?
    Los procesos de beatificación, pasos previos a la canonización, como el que se puede observar alrededor del caso de Karol Wojtyla, por lo demás gran promotor de lo que se llamó "la fábrica de santos", nos permiten ver de manera clara buena parte de lo que está en juego en ellos y por lo tanto de su relevancia.
    ¿Por qué es importante que alguien sea declarado beato y luego santo, de manera rápida? ¿A quién beneficia? ¿Qué significa ser santo o beato, hoy en día? La respuesta corta es simple: la Iglesia quiere tener modelos ejemplares, a seguir por los fieles. Luego entonces, para algunos, el modelo de Iglesia que impulsó Juan Pablo II debe ser promovido.
    Para otros, la respuesta es todavía más sencilla: Juan Pablo II tuvo un arrastre especial entre las masas y la Iglesia necesita del fervor de las multitudes. Por lo tanto, un beato y eventualmente santo servirá para tonificar a la Iglesia. Finalmente, habrá quienes dirán que la vida del Papa polaco es un ejemplo de virtudes y heroísmo, ejemplificado en su lucha contra el comunismo, contra el liberalismo y su moral relativista, así como por el terrible calvario que significó su enfermedad a lo largo de varios años.
    Hay santos que la gente aclama o por lo cuáles la gente clama: suelen ser personajes que ya en vida gozan de aire de santidad: San Francisco de Asís o el padre Pío o la Madre Teresa de Calcuta, más recientemente, tenían seguidores que se contaban por miles aún antes de morir.
    Luego hay otros que nadie conoce y que son empujados por algún grupo local; éstos suelen pasar por todas las complicaciones de la maquinaria burocrática para ser reconocidos como tales por la institución. Ha habido santos inexistentes en la historia, pero que durante siglos gozaron del fervor popular.
    Otros, como San Juan Diego, de los cuales no hay rastros históricos de su existencia, han sido impulsados a los altares a pesar de todo, quizás con la esperanza de recuperar feligresías perdidas. Pero siempre hay un juego entre el fervor popular y la institución.
    En otras palabras, hay santos que no necesitan de la aprobación de la Iglesia para ser venerados, mientras que hay otros que requieren del reconocimiento eclesiástico para alcanzar algún grado de legitimidad. En todos los casos, el ejemplo que se da es importante: desde el martirio al misticismo las posibilidades para la santidad son múltiples. Por eso se busca que las virtudes heroicas no sean ensombrecidas por los pasajes oscuros que todos los personajes tienen.
    De allí la importancia del "abogado del Diablo", encargado de cuestionar al máximo esta supuesta santidad.
    Lo que la Iglesia católica no ha entendido es que, tratándose de personajes contemporáneos, como Pío XII, la madre Teresa de Calcuta o Juan Pablo II, el abogado del diablo ya no es un burócrata de su propia curia sino los medios de comunicación de todo el planeta que se encargan de sacar a luz las debilidades, fallas, vicios o incluso inexistencia histórica de más de algún candidato a los altares. Y no todos pasan el examen, aunque la burocracia vaticana imponga su decisión y asuma los costos de la imposición.
    En el juicio sobre la beatitud de Juan Pablo II hubo varias dudas. Pero ninguna como la relativa a su negligencia, indiferencia o hasta encubrimiento de los crímenes de Marcial Maciel. La Congregación para las Causas de los Santos estableció por decreto que el papa Wojtyla no había sabido nada acerca de los abusos y vida licenciosa del fundador de los Legionarios. Pero la verdad no se impone por decreto y, más allá de la imposición, las dudas acerca del grado de conocimiento y de encubrimiento de estos crímenes persisten.
    ¿Se puede creer acaso que un pontífice que tuvo un control de hierro sobre la Curia roma y sobre el conjunto de la Iglesia pudiera haber ignorado las graves acusaciones hechas, reiteradas y comprobadas sobre Maciel? ¿Puede elevarse a los altares alguien que permitió, por el motivo que sea, que los crímenes del pederasta de Cotija siguieran teniendo lugar, con la mayor impunidad? ¿Marcial Maciel engañó a Wojtyla o Juan Pablo II dejó que lo engañaran porque así convenía a la Iglesia, según su visión del mundo? Hay demasiados testimonios que señalan que el papa Wojtyla sabía de los abusos y no hizo nada al respecto. No hay peor ciego que el que no quiere ver, dijo Jesús.
    Lo peor del caso es que el cálculo del Vaticano, una vez más, quizás está errado. El desprestigio por esta decisión no necesariamente va a llevar más gente a los altares católicos. De hecho, durante su pontificado, Juan Pablo II no logró ni siquiera contener las deserciones de su Iglesia en Latinoamérica, la región más católica del mundo.
    Entre 1978 y el 2005 el número de católicos en la región descendió de manera drástica. En otras palabras, las visitas del papa no sirvieron para nada. Ahora la Santa Sede le apuesta a un beato popular pero cuestionado. Habrá que ver si Juan Pablo II gana las batallas que no ganó en vida. O si su imposición en los altares suma al desprestigio de la institución eclesiástica.

    *blancart@colmex.mx