"Quiltros, camino a Macchu Picchu y la fuente de la plaza de armas"
En Chile los llaman quiltros, palabra de origen mapudungún que se asocia a los perros sin raza que, desde antes de la Conquista, merodeaban los territorios andinos. Son quiltros ésos, los lanudos, los pulgosos, los sin-dueño, que acaso siguen a un vagabundo por la calle, que duermen en grupo en las jardineras, asedian las casas donde hay perras en celo y ladran a los violadores, los transexuales y otras criaturas nocturnas.
La empresa Lipigas tiene a un quiltro como imagen corporativa. Es una forma de decir que pertenecen al pueblo: su camión cargado de botellones de gas lleva una campana colgando, que se hace sonar al pasar por los baches de caminos de tierra. Así se sabe que viene el gas. El quiltro es fiel, es "aperrado", y es honesto. A los otros se les llama perros.
Camino a Machu Picchu, entre Ollantaytambo e Hidroeléctrica, los caminos serpentean a más de dos mil metros de altura. Carlos, nuestro guía, conoce la ruta de 7 horas de curvas de memoria: frena cuando hay que frenar y toma las curvas ciegas sin frenos mascando a boca llena sus hojas de coca, golpeando el volante al ritmo de cumbia andina cuando no hay que frenar. En todas las curvas, por si acaso, hace sonar la bocina de la van, para avisar que va invadiendo carril, en caso de toparse con un auto de frente. Lleva prisa, porque alguien atrás se mareó y vomitó y nos hizo parar dos veces.
Es el ruido del bocinazo el que me permite verlos, a los quiltros, que se distribuyen en los acotamientos de las curvas peligrosas. En medio de soledades preincaicas, estos perros sin dueño deben caminar por horas para ubicarse ahí, y esperar sentados, el paso de los autos. Entre la niebla y la vegetación son casi invisibles, pero cuando Carlos toca la bocina, levantan las orejas.
Fue ese el momento, cuando encomendaba mi vida a un conductor anestesiado de hojas de coca, en un lugar perdido del Perú alto, que entendí que los quiltros no son perros, sino guardianes. En su forma única de no ser mascotas (aun si alguien les da de comer y los arropa bajo cajas de cartón en una plaza), son testigos abnegados de nuestra existencia, y prueba de la fidelidad humana, del corazón sensible. Por eso es que las poblaciones más pobres están llenas de perros de nadie. Por eso es que en Estados Unidos no hay quiltos, solo perros, perros falderos.
Los quiltros, también, me anuncian las cosas que hacemos mal. Cuando llueve, se meten en la tierra a llenarse de lodo. Gracias a ellos me doy cuenta que en la ciudad hay menos tierra que antes. Y en los días en que hace más calor, se meten a las fuentes de las plazas. En Concepción, no lo hacen en la plaza de armas, donde alguien se lo debe tener prohibido.
El otro día, cuatro idiotas, universitarios, tiraron a la fuente de la plaza de armas a un anciano que pedía dinero. Lo tomaron entre los cuatro y entre risas lo mojaron. Uno le tomaba la cabeza y se la metía en el agua. El anciano daba bocanadas de aire y abría grandes los ojos.
Luego, se sentó humillado y mojado en el borde de la fuente. Los idiotas se fueron a sentar al pasto, donde cuatro chicas risueñas los esperaban para celebrar la hazaña. Quería ir y golpearlos, aunque acabara yo también en la fuente. Entonces los vi. Los quiltros, a lo lejos, alzaban las orejas.
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