Aunque es un poco vieja la historia, me la topé en un libro. Una novelita publicada en abril por Alfaguara, del chileno Patricio Jara, tiene como narrador un geólogo un poco desinformado. Narra sus aventuras por Centroamérica y El Caribe, y luego relata, sin más, una vieja leyenda de la Guerra Fría.
A la URSS se le atribuye, con todo y su comunismo, el descubrimiento del infierno. La primera versión era que el 24 de mayo de 1970 un grupo de científicos liderados por un tal doctor Azzacov encontraron, a 12 mil 260 metros de profundidad y 180 grados centígrados, una cámara hueca de la que extrajeron, con un micrófono hipersensible, gemidos de multitudes y dolores humanos que sólo podían explicar la profundidad a la que yace el infierno.
Una versión posterior es que esto fue el 9 de abril de 1988, a 2 mil grados Fahrenheit, con el mismo Azzacov y 14.4 kilómetros de profundidad. Buena fe para los micrófonos inderretibles. Los sonidos son los mismos, más tarde no sólo se confirmaría que son falsos, sino que fueron extraídos de la película Baron Blood.
Todas las versionas coinciden en que el pozo se encuentra en Kola, Siberia. En efecto en Kola hay una excavación abandonada, pero, ups, Kola ni siquiera está en Siberia.
La excavación más grande hecha por el hombre está en Estados Unidos, es una mina de cobre, y tiene apenas 1.2 kilómetros de profundidad. Túneles intransitables (e inaudibles) de hasta 2 mil 880 metros hacen del pozo petrolero de Perdido una excepción extraordinaria (que sería superada por el multimillonario pozo de aguas profundas del Golfo de México, si consiguen llegar 20 metros más abajo).
La historia de la mina que llegó al infierno ha sobrevivido años de propagación y sigue asustando fanáticos por el mundo. Los esfuerzos por atemorizar a través de mitos, y el uso de la tecnología en contra de la tecnología misma (la ciencia consolidando la posibilidad de la religión a través de mentiras) son recurrentes en la imaginación religiosa, pero remiten a un instinto lamentablemente socorrido en la historia de la civilización: el peso y la durabilidad de engaños como el de la mina del infierno hacen eco en las cavernas de nuestra ignorancia.
La civilización basa sus principios en verdades inexorables que sin embargo no se pueden comprobar. Acaso un puñado de personas pueden constatar hoy en día que la Tierra es redonda, o que se ha llegado a la luna, y nadie puede hablar con autoridad del Big Bang, de la teoría cuántica, o siquiera de las caries. Pero necesitamos creer. Que valía la pena luchar por el federalismo, que la democracia y la macroeconomía deben guiar a los gobiernos, que tras morir nos esperan tormentos peores que la inexistencia, que la frase correcta ganará los favores de aquella chica.
La fortuna es que también somos una especie dedicada al olvido, y que éste nos hace superar las injusticias de la moral y del contrato social. Los gritos incansables del infierno nos pueden arruinar la imaginación de una noche lluviosa, pero difícilmente le arrebatarán placer al siguiente desayuno. Por desgracia, fantasías como ésta nos hacen apreciar la razón más de la cuenta, tal como el mercachifle de la esquina nos arrebata la esperanza de medicamentos alternativos.
La combinación podría ponernos en un balance justo, pero nos tiene doblemente equivocados: bien decía Foucault que nuestra idea de justicia la construyen los mismos preceptos de nuestra injusticia diaria. Acaso el infierno no sirva para convencernos, sino para inventarnos el cajón donde encerremos las mentiras.
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