Violencia en Michoacán: reflejo de la impunidad y de estrategias de seguridad fallidas en el país
La noche del 1 de noviembre, en medio de un evento público, fue asesinado Carlos Manzo Rodríguez, Alcalde de Uruapan, Michoacán, un suceso que estremeció al sector político y a la sociedad civil en general, incluyendo sectores eclesiásticos y académicos. Es el séptimo alcalde asesinado en el país durante la actual administración federal. El hecho es un reflejo de la persistencia de violencia generalizada, derivada de las amplias redes de macrocriminalidad que desde hace más de dos décadas existen en la entidad y en muchas otras zonas en nuestro país. Sin duda, el alcance de estas redes y de la gobernanza criminal que ejercen es una de las principales amenazas para la democracia en este país.
Como se ha mencionado desde Palacio Nacional, y como hemos señalado desde la sociedad civil en distintas ocasiones, la situación crítica en la que nos encontramos no es reciente, sino que se fue incrementando desde el amplio despliegue de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad desde los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto en la llamada “Guerra contra el narcotráfico”, la cual simbólicamente inició ahí, en el mismo estado de Michoacán. Sin embargo, también es necesario enfatizar que el modelo de seguridad de las dos últimas administraciones tampoco ha sido efectivo en el avance de la disminución de la violencia, reflejado así en la tasa bruta de homicidios por cada cien mil habitantes que permanece en un nivel alarmante, según datos del Inegi de enero a diciembre de 2024, a lo que se le suma el severo incremento de las desapariciones en el país.
Si bien ahora se ha llamado a distintos sectores de la población a participar en el diseño del Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, esta no es la primera vez que se pone sobre la mesa una estrategia para atender la violencia en la entidad, de manera apresurada y derivado de una crisis o una emergencia, sin que los resultados hayan sido efectivos.
En Michoacán, en específico, han habido múltiples e implacables eventos que han azotado a la población. Entre los más recientes el asesinato de un empresario y un productor limonero que había señalado la extorsión contra campesinos y agricultores por parte del crimen organizado, el cual reflejó los riesgos que se viven en Tierra Caliente para quienes denuncian la compleja situación en la zona. Más recientemente, comunidades indígenas que habían sido ejemplo de construcción y ejercicio de autonomía se han visto asediadas por incursiones armadas de los grupos criminales y de su persecución por medio de operativos de fuerzas de seguridad, quedando inmersas en nuevos ciclos de violencia.
Ya antes habíamos traído a la atención cómo esta violencia impacta diferenciadamente a quienes han buscado defender sus derechos. Por ejemplo, en 2023 la desaparición y el posterior homicidio del defensor indígena del medio ambiente Eustacio Alcalá mostró, de nuevo, la epidemia de asesinatos en contra de quienes asumen en los territorios el cuidado de nuestra Casa Común. También la desaparición del defensor comunitario Antonio Díaz y el abogado de derechos humanos Ricardo Lagunes, en las inmediaciones de Colima y Michoacán en enero de 2023, donde el Estado mexicano ha sido incapaz de esclarecer su paradero, pese a que le han instado a ello mecanismos de derechos humanos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su informe sobre la Situación de personas defensoras de derechos humanos en las Américas, y el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la ONU en su reciente publicación: Desaparición forzada en el contexto de la defensa de la tierra, los recursos naturales y el medio ambiente.
Esta entidad no es la única azotada por la violencia. Activistas, expertos y sociedad civil han reportado escalada en entidades como Chiapas, Guerrero, Sinaloa, Sonora, Tabasco y Guanajuato, estados donde se distinguen los mismos patrones: la evidente colusión de autoridades de todos los niveles de gobierno con las organizaciones criminales y donde hay una persistente impunidad. Esta erosión se agrava por el estado de las instituciones civiles de procuración de justicia: las fiscalías locales permanecen como el centro de la impunidad en el país y no fueron tocadas por las recientes reformas a la justicia, continuando en la inercia de su incapacidad y negligencia. Ningún plan de pacificación podrá dar frutos en regiones donde la presencia de la justicia –y en particular de la procuración de justicia federal– es inexistente.
A esto, se añade la narrativa imperante desde el poder, que hace ver a cada uno de los casos de violencia como hechos aislados. Algunos de ellos han sido invisibilizados o sus luchas han sido desdeñadas desde la tribuna presidencial; en otros casos, se ha trasladado la responsabilidad a gobiernos anteriores que, si bien han sido el origen de un modelo fallido de seguridad, esta administración y la pasada ha profundizado con la consolidación de un poder militar sin contrapesos civiles efectivos.
La crisis de derechos humanos está ampliamente relacionada con la compleja situación de inseguridad y violencia que se vive en estados como Michoacán y en otras zonas de México. Para revertirlas es necesario revisar los valiosos aportes que desde los organismos internacionales, la academia, la sociedad civil y las víctimas han realizado. Adicionalmente, es fundamental que la administración actual deje de lado un discurso que sólo aporta al embate político, y que en una visión más compasiva y comprehensiva se ponga al centro la justicia en una sociedad tan adolorida por la violencia y la indolencia.