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"Opinión"

"El Hoyo"

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    “Hay tres clases de personas: los de arriba, los abajo y los que caen”. Con estas breves y atinadísimas palabras, Trimagasi describe la estructura social representada por la demencial cárcel futurista que pinta de cuerpo entero Galder Gasteleu-Urrutia en El Hoyo, un thriller social que ya está disponible en Netflix.

    Traigo a cuento esta electrizante película por tres motivos: son de agradecer las recomendaciones que nos permitan pasar el tiempo de una manera más llevadera durante nuestro covideano encierro; la calidad cinematográfica de un filme (premiado en el Festival de cine de Toronto, los Goya, el Gaudí y el Stiges) que nos regala la oportunidad de ampliar de una manera entretenida nuestra mirada crítica; y, sin que este deba entenderse como un último motivo, para comprender varias de las razones que llevan a algunas personas a comportarse de cierto modo en los momentos de crisis. Me explico.
    El Hoyo es una película que podría catalogarse como un thriller de suspenso social desarrollado, de principio a fin, en el interior de un reclusorio español del año 2040 o 2050. La agudeza de su trama distópica logra que unos cuantos actores y pocos diálogos nos mantengan pegados a la pantalla. Aunque aparentemente hay un actor principal, el rol de cada uno de los personajes resulta clave para poder entender el desenlace de la trama.
    Goreng, el protagonista, es un hombre joven que voluntariamente ingresó a la cárcel con el propósito de obtener un diploma certificado, llevando consigo un libro del Quijote el cual, piensa, leerá con tranquilidad durante los meses que dure su encierro. Trimagasi, su primer compañero de celda, es un hombre setentón recluido por asesinar de manera inverosímil a un inmigrante que pasaba por debajo de su apartamento. Baharat es un hombre de unos cuarenta años, que gracias a su sorprendente fuerza física y espiritual se engarza con Goreng en la aventura final con que cierra toda la trama. Una mujer asiática y una funcionaria pública (Imoguiri), que posteriormente es recluida, también son claves en este reducido elenco.
    Lo escueto de los diálogos está en perfecta consonancia con lo lóbrego de la arquitectura del lugar. La cárcel (que también podría ser la metáfora de una prisión mental) es un cubo de hormigón gris atravesado en el centro de sus techos y pisos por un enorme hoyo cuadrado que conecta los cientos de niveles mediante una enorme mesa flotante que cumple una función vital: llevar a todos los niveles la única comida que harán los reclusos durante el día. Como usted seguramente habrá deducido, y esto es algo de lo desquiciante que tiene la historia, los habitantes de los primeros pisos disfrutan y sacian su apetito, gracias a su posición, y conforme la mesa va descendiendo los confinados del piso 30 en adelante van quedándose con sobras nauseabundas por las que, prácticamente, cualquiera de los reclusos está dispuesto a quitar o perder, incluso, la vida.
    Tanto la disposición del cubo, como el sistema mediante el cual son alimentados los presos, resulta ser la representación de la estratificación que divide a los bien acomodados de los jodidos, división que, a su vez, nos permite entender el grado y eficacia en que las bajas pasiones carcomen los cimientos y estructura moral de cualquier sociedad. La envidia, apatía, voracidad, despilfarro y desdén de “los de arriba” resulta ser la condena de quienes habitan en los estratos más bajos.
    Con todo, la cruenta y mortal lucha por las migajas que groseramente quedan desparramadas sobre la mesa, abre una ventana a la esperanza de recuperar algo de humanidad, y a la que Imoguiri, la segunda compañera de celda del protagonista, llama “solidaridad espontánea”.
    Tanto Goreng como Imoguiri pensaban que si cada uno de los reclusos comía solo lo que requería para su subsistencia, habría alimentos suficientes para todos, debido a que la mesa móvil llegaba al primer nivel repleta de generosos y nutritivos manjares. Bastaba con que cada uno tomara lo necesario de la mesa, evitara el exceso y no olvidara el hecho de que siempre había muchas personas hambrientas a la espera, para que la violencia y la inanición se viesen desterradas. En ese sentido, pensaba la pareja, la solidaridad era la vía para salvarse.
    Dejaré hasta aquí la reseña para que usted vea el desenlace de la trama y, muy especialmente, el papel que juega en ella la necesidad de actuar de manera solidaria, principio ético que en esta pandemia hemos echado tanto en falta. Va un par de ejemplos.
    No pasaron muchos minutos después de que Donald Trump hubiera dicho que la chloroquina y la hidroxychloroquina “cambiarían las reglas del juego en el tratamiento del coronavirus”, para que dichos medicamentos desaparecieran de las farmacias, dejando sin éstos a muchas personas que sufren de enfermedades crónico-degenerativas. Sin piedad alguna, gente histérica y con los recursos económicos suficientes, compró compulsivamente las cajas existentes intoxicándose a sí mismas (dado que son medicamentos controlados) y poniendo en una situación de gravísimo riesgo a quienes las tienen prescritas, y hoy no pueden comprarlas.
    Algo similar sucedió con el tema del papel sanitario y algunos artículos de despensa. Las compras de pánico realizadas por gente estúpidamente inconsciente, provocó el desabasto de productos que ahora todos necesitamos. Haga un intento patrullando por teléfono o Internet supermercados y farmacias, para que corrobore que el gel antibacterial, las toallas húmedas desinfectantes, el spray matagérmenes, los cubrebocas y la vitamina c, por mencionar solo algunos, desaparecieron de la faz de la tierra como los dinosaurios.
    Así, como en la película de El Hoyo, los mezquinos de nuestra estratificada y moralmente apática sociedad, se dieron a la tarea de acabar con productos necesarios que hoy, de no haber sido por su decadente avaricia y mezquindad, estarían al alcance de nuestra mano. Lamentable, muy lamentable, que su egoísmo, ruindad, su clara renuncia a la solidaridad y escasísima humanidad tengamos que sufrirla todos, especialmente, y como siempre, los más vulnerables, esos que furiosamente pelean por sobrevivir desde el fondo del hoyo.
    pabloayala2070@gmail.com

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