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"Opinión"

"Happycracia"

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    A Luis
     
    Justo el día internacional de la felicidad, recibí por parte de la sociedad de filosofía aplicada un sugerente artículo, que escribió Justo Barranco para el periódico “La Vanguardia”, titulado “Llega la ‘happycracia’ o la obligación de ser feliz”.
     
    Más que un artículo de opinión sobre el tema de la felicidad, Barranco realiza una reseña crítica del libro “Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas”, publicado en 2018 por Edgar Cabanas y Eva Illouz. Los seis capítulos y las conclusiones ponen en entredicho la legitimidad científica de los aportes que Martin Seligman y los entusiastas de su psicología positiva han venido haciendo en ese escurridizo terreno que filósofos orientales y presocráticos, desde hace más de 2 mil 500 años, definían como felicidad humana. En el fondo, pienso, la discusión no se ha movido mucho, ya que las aspiraciones y deseos en ese terreno, más allá de lo que hoy diga Seligman, siguen siendo las mismas que en su momento preocuparon a Aristóteles, Séneca, Tomás de Aquino, Smith, Kant, Schopenhauer, La Mettrie, Nietszche, Russell o Vanier. La felicidad resume una de las aspiraciones humanas más dignas de cualquier ser humano: tener una vida buena para poder vivir en plenitud. Este es el sentido de la que los griegos llamaban eudaimonía.
     
    Sin embargo, el problema surge en el momento que, como dice Agustín Domingo Moratalla, “empecemos a determinar en qué consiste esta plenitud, y cómo lograr que nuestra vida esté a ‘rebosar’, pues vivir en ‘plenitud’, no es sólo vivir satisfecho, sino estar a punto de desbordar los límites de nuestra propia existencia. En este ‘rebosar’ que supera el mero estar contento consiste la desmesura de la felicidad”.
     
    Llevado este último afán al contexto de una sociedad de consumo, la “happycracia” funciona bajo una premisa lógica simple: estamos obligados a ser felices, porque es algo que depende de nosotros. Quienes no lo logran es quienes tienen una actitud negativa ante la vida.
     
    Entendida la felicidad al modo de la “happycracia”, ser-feliz resulta más complejo de lo que parece o, incluso, parece una tarea que será imposible para muchos. Me explico.
     
    Como dice Agustín Domingo, “el término no siempre se traduce bien, porque cualquier traducción debería incluir conjunta e indisociablemente, la noción de vivir bien (dimensión subjetiva) y comportarse bien (dimensión objetiva)”, en ese sentido, felicidad y virtud no podrían divorciarse por entero. De todos los filósofos que intentaron definirla, en el mundo griego, Aristóteles fue quien estudió con mayor profundidad el término movido por una cuestión aparentemente obvia: “todos los hombres aspiran a la felicidad”. 
     
    Aristóteles utilizaba esta noción para designar el fin (el telos) de todas las acciones humanas, llegando a convertirse en el bien supremo al que podemos aspirar y, por tanto, debemos perseguir. Aristóteles no entendía, continúa Domingo, la felicidad como algo que “sea sólo un estado emocional, sólo un placer puntual ligado a un único momento de nuestra vida, o a sólo una faceta de la misma; es algo que afecta a su totalidad. La realización de una buena acción puede proporcionarnos un instante de felicidad, pero no la felicidad plena, porque tomada en serio, atañe al conjunto de nuestras acciones, a la suma de todos nuestros actos y, en definitiva, al conjunto de nuestro obrar. Por eso aunque tengamos instantes de felicidad, cuando nos preguntan si somos o no felices siempre intentamos evaluar y ponderar la totalidad de la vida que hasta entonces hemos llevado”. En ese sentido, la felicidad no es el “resultado” o el “premio” que obtenemos por “obrar bien” y que sabe mejor cuando se nos reconoce desde el exterior. Por el proceso bajo el cual se construye y su finalidad, la felicidad, la eudaimonía, como señala Adela Cortina, no puede ser lo mismo que “bienestar o calidad de vida, ni es lo mismo una vida digna de ser vivida que una vida buena. La eudaimonía y la ‘vida digna de ser vivida’, no se pueden someter a medida, se resisten a dejarse encorsetar en cifras y cálculos; por eso han pasado de moda, quedan fuera del horizonte de una época cuya filosofía primera es la economía, los bienes que se pueden cuantificar”.
     
    Y justamente este señalamiento crítico, que Cortina hacía en 2002 en su “Por una ética del consumo”, es el mismo que Edgar Cabanas y Eva Illouz hacen al planteamiento de la psicología positiva de Seligman, y que Juan Carlos Siurana entiende como una parte de “la ola de pensamiento positivo que impregnaba a los libros de autoayuda. [...] [y donde] el mensaje principal de Seligman es que si desarrollamos una mentalidad optimista, eso mejorará nuestra salud, nuestra situación económica y nos allanará el camino hacia la felicidad”. 
     
    Si como decía Aristóteles, más allá de los vericuetos etimológicos, la felicidad es “tener un buen carácter y una pizca de buena fortuna”, entonces como bien dice Adela Cortina, la felicidad es prácticamente imposible de medir, porque “el carácter y la suerte no se dejan cuantificar. La felicidad no se planifica. Se pueden hacer con respecto a ella mil planes, y no alcanzarla, porque depende en buena parte de la buena suerte. De la buena suerte natural, de las dotes naturales con las que se nace y el lugar en el que se crece, pero también las personas y acontecimientos que advienen sin haberlo previsto: hijos, amigos, compañeros, enemigos, oportunidades, enfermedades, buenas noticias, noticias dolorosas. Para ser feliz se precisa, pues, buena suerte. Pero no sólo eso. También hace falta tener la apertura de vida suficiente como para saber acogerla, agradecerla, cuidarla, hacerla crecer”.
     
    Y en esto último reside la clave para comprender las dificultades implícitas cuando tratamos de ser felicices. La felicidad no se reduce, ni se dejar reducir, al optimismo, a ponerle buena cara al temporal, a refinar nuestra capacidad para ver el vaso medio lleno, a un listado de atributos, por eso la felicidad se construye cada día de nuestras vidas a punta de pico y pala. Es un deseo personalísimo que se va ajustando a partir de nuestra relación con los demás, por ello, la felicidad tiene una dimensión social y cívica ineludible; es imposible construirla en solitario y sin esfuerzo.
     
    Hacerse de un patrimonio, acceder a un mejor trabajo, concluir un nuevo nivel de estudios, mantener la salud o formar una familia, son cosas que, además de ser buenas en sí mismas, se convierten en las razones y motivos que ponen en marcha nuestras acciones, son cosas, como decía Aristóteles “que tienden hacia su bien”. El problema viene cuando la mala suerte genera ciertas condiciones que nos impiden elegir-con-prudencia, desde la virtud, ese salvoconducto que nos dirige hacia la buena vida.
     
    Dejarse llevar por los postulados de la “happycracia”, puede conducirnos a muchos despistes y despropósitos que interfieren con aquello que verdaderamente posibilita lograr construir una-vida-buena, una vida, como dijeran Edgar Cabanas y Eva Illouz, “justa, solidaria, íntegra, comprometida con la verdad”; un tipo de vida que solo es posible edificar si dejamos de estar “preocupados por nosotros mismos todo el tiempo”.
     
     

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