BELIZARIO REYES / SAÚL VALDEZ
Como fenómeno políticosocial, lo más interesante de la crisis que azota al Estado mexicano en la actualidad es que nadie puede decir dónde, ni cómo va a terminar; incluso, ni siquiera cuando comenzó.
Para Octavio Paz, es inútil buscar una fecha que sirva como parteaguas entre la vieja y la nueva época. El cambio, según Paz, sucede gradual y progresivamente, denota menos el impacto de un evento determinante que los efectos acumulados de una transformación profunda en nuestra experiencia a través del tiempo.
El actual Presidente de la República comparte con sus antecesores la confusión sobre su tiempo, aunque se distinguen por sus efectos. Tanto Peña como los ex presidentes Vicente Fox y Felipe Calderón actúan como lo que son, hijos de una época que no tiene nada que ver con lo que parece definirse como el nuevo siglo mexicano; pertenecen al pasado, no al presente.
Su confusión ha tenido efectos devastadores, aunque ellos no hayan sido los causantes; contribuyeron con sus inercias, con las prácticas que los llevaron al poder y que no supieron romper para adecuarse a los nuevos tiempos. Gobernaron para la próxima elección, no para la siguiente generación.
Mientras Peña Nieto creyó haber regresado al PRI a Los Pinos para gobernar el mismo País que gobernaron durante más de 70 años, Fox y Calderón pensaron que con su arribo el País se había democratizado. Al primero le estalló una bomba en las manos y ni siquiera la vio venir; todavía clama porque "México debe de cambiar (después de Iguala)", sin percatarse que su regreso al poder es consecuencia de un País que ¡ya cambió!
Los segundos nunca supieron deshacerse de ese raro fenómeno donde el pasado nunca terminó por morir y lo nuevo se desvaneció en el intento; el impasse caracterizó sus gobiernos, porque después de conquistar la democracia, no supieron qué hacer con ella y terminaron por ahogar la convocatoria. No convocaron a nada.
Cada vez es más común preguntarse sobre las consecuencias de todo lo que acontece en nuestro País. Más allá del impresionante desprestigio internacional de México en la actualidad, de la devaluación del peso mexicano, de la crisis de los partidos, está el hartazgo de una sociedad vapuleada.
El malestar social que aqueja a la sociedad mexicana, así como el anquilosamiento de sus instituciones está sirviendo para descifrar ese "nuevo siglo mexicano", donde la democracia electoral ha dejado de ser funcional para el ciudadano de "a pie". Simplemente, se tornó insostenible, insuficiente. Luego entonces, la pregunta es: ¿Qué forma está tomando esa "esperanza presente"?
Si bien es cierto que nadie cuestiona el ideal democrático en México, por lo menos en el discurso, también es cierto que esta forma de gobierno está siendo hoy objeto de las críticas más severas en años recientes. La razón: los gobernados no confían en quienes los gobiernan.
Más allá del Decálogo de Peña Nieto; de la viabilidad de sus propuestas; del reciclaje de las mismas; de su abdicación como Poder Ejecutivo para actuar; de su preferencia para que el Congreso legisle; de la supuesta disposición de otros partidos por una fiscalía anticorrupción, etc, etc y etc; el problema es que la ciudadanía NO les cree. La erosión de la confianza en los representantes populares es uno de los mayores problemas de nuestra época.
Pero, si los ciudadanos frecuentan menos las urnas, se identifican menos con los partidos políticos, les confían menos, eso no quiere decir por ello que se hayan vuelto pasivos: ahora se manifiestan en las calles (aunque intenten impedírselos con leyes cuestionables), reprochan, se movilizan en las redes sociales. En pocas palabras, la política en el Siglo 21 mexicano está destinada a caracterizarse por el desafío que los ciudadanos le presenten a las instituciones; en palabras del historiador francés Pierre Rosanvallon, a este fenómeno se le conoce como "contrademocracia".
Lo que acontece en México está ligado a un fenómeno de tintes globales, resultado de un conjunto de prácticas desde la sociedad civil dirigidas hacia la vigilancia, la denuncia y los controles. A través de estas nuevas prácticas, el ciudadano pretende presionar y corregir las acciones de sus gobernantes.
Frente al ciudadano elector, la contrademocracia propone un ciudadano que se organice para vigilar, denunciar y servir al equilibrio de fuerzas que trabajan para sí mismas. Esta es su virtud, aunque también su pecado. Al centrarse en demasía en las propiedades del control y la resistencia del espacio público, terminan por favorecer opciones populistas y la renuncia a la política.
Estos son los desafíos que plantea el nuevo siglo mexicano, al que no llegamos por la vía de Ayotzinapa, pero sí tenemos claro que no queremos regresar a él.
Que así sea.
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