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"Opinión"

"La llamada de la tribu"

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    pabloayala2070@gmail.com

    Ha pasado medio año desde que AMLO tomó las riendas de la Presidencia de la República. En este tiempo lo hemos visto trabajar sin descanso, tanto que los primeros seis meses de gestión podrían equivaler a cuatro o cinco años de un gobierno que, entre otras tantas cosas, se ha dado a la tarea de agudizar filias y fobias a favor y en contra. 

    Quienes le aman son miopes a sus errores, excesos, omisiones, juicios y palabras desafortunadas. Todo se le perdona. Si por causa de la inseguridad los dos sexenios anteriores fueron el reflejo de un Estado fallido, aunque las cifras de este semestre reporten más muertos por cada 100 mil habitantes, no se debe a que el Estado falle o a la ineficacia de un ejército que aún continúa patrullando las calles; lo que se dice es que el Presidente está manejando la situación gracias una estrategia renovada y, sobre todo, transparente.

    Lo mismo sucede en el terreno económico. Los apoyos sociales a jóvenes y personas de la tercera edad se aplauden con el mismo entusiasmo que celebraríamos la inversión extranjera o la creación de los puestos de trabajo que tanto necesitamos. Mientras esto sucede el Presidente, iluminado por una clase de poder propia de los brujos anacoretas, augura crecimiento aunque los indicadores económicos muestren lo contrario.

    Nada de esto desanima a quienes, haga lo que haga, diga lo que diga, decida lo que decida, a ojos cerrados volverían a votar por AMLO. Con él hasta la muerte.

    En el otro extremo se encuentra una minoría creciente que encuentra en López Obrador la fuente de todos los males y el contraejemplo de una democracia de vanguardia. En su figura y sus formas de gobernar, sin saber cómo expresarlo, descubren eso que Mario Vargas Llosa denomina en su último libro “la llamada de la tribu”. Me explico.

    En 2010 Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de Literatura. Se enteró de la noticia mientras impartía cátedra en una universidad de los Estados Unidos. Como sucede en este tipo de reconocimientos hubo polémica; en algunos círculos se dijo que su producción literaria, además de no tener la calidad de un Nobel, estaba profundamente influenciada por el individualismo liberal con el que trató de alcanzar la Presidencia del Perú. 

    Por su parte, con relación al primer señalamiento fue cauteloso. Alabanza en boca propia es vituperio, por eso, lo razonable era callar. Con respecto a la segunda crítica hay que decir que él nunca negó que, habiendo sido hasta la década de los setenta un ardiente activista y promotor del movimiento marxista-leninista en Latinoamérica, su viraje ideológico vino después de que Fidel Castro le prohibiera poner un pie en suelo cubano “por tiempo indefinido e infinito (es decir, toda la eternidad)”, gracias a una carta que él y otros intelectuales (Juan y Luis Goytisolo, Hans Enzensberger, José Maria Castellet, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Susan Sontang y Carlos Fuentes, entre otros) firmaron para repudiar el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, ¡militante de la revolución cubana!

    A partir de ahí Vargas Llosa, como lo señala en su libro, vivió “un periodo de incertidumbre y revisión en el que, poco a poco, fui comprendiendo que las ‘libertades formales’ de la supuesta democracia burguesa no eran una mera apariencia detrás de la cual se ocultaba la explotación de los pobres por los ricos, sino la frontera entre los derechos humanos, la libertad de expresión, la diversidad política, y un sistema autoritario y represivo, donde en nombre de la verdad única representada por el partido comunista y sus jerarcas, se podía silenciar toda forma de crítica, imponer consignas dogmáticas y sepultar a los disidentes en campos de concentración e, incluso, desaparecerlos”.

    Estas formas de liderazgo político que se fueron instalando en algunos países del mundo, dice el nobel peruano, son “el mayor enemigo que ha tenido la cultura democrática”, porque ejercen su influencia y poder valiéndose de la llamada de la tribu, es decir, del “irracionalismo del ser humano primitivo que anida en el fondo más secreto de los civilizados, quienes nunca hemos superado del todo la añoranza de aquel mundo tradicional -la tribu- cuando el hombre era aún una parte inseparable de la colectividad, subordinado al brujo o al cacique todopoderoso que tomaban por él todas las decisiones, en la que se sentía seguro, liberado de responsabilidades, sometido igual que el animal en la manada, el hato, el ser humano en la pandilla o la hinchada, adormecido entre quienes hablaban la misma lengua, adoraban los mismos dioses y practicaban las mismas costumbres, y odiando al otro, al ser diferente, a quien podía responsabilizar de todas las calamidades que sobrevenían a la tribu. [...] Esa ‘llamada de la tribu’ de la que nos había ido liberando la cultura democrática y liberal -en última instancia, la racionalidad- había ido reapareciendo de tanto en tanto debido a los terribles líderes carismáticos, gracias a los cuales la ciudadanía retorna a ser masa enfeudada a un caudillo”. 
     
    Esta forma de hacer gobierno es lo que preocupa, molesta e indigna a quienes no comulgan con AMLO. Les recuerda, como a Vargas Llosa, al jefe de la tribu que a punta de arengarla podría negar “al individuo como ser soberano y responsable, regresado a la parte de una masa sumisa a los dictados del líder, especie de santón religioso de palabra sagrada, irrefutable como un axioma que resucitaba las peores formas de la demagogia y el chauvinismo”. 

    Son muchos los casos donde AMLO dicta, aunque en las mañaneras diga lo contrario. Las consultas manipuladas son el reflejo de sus deseos. Nadie se las impone, él las ordena. Y ahí, in situ, amparado en el sagrado y legítimo “mandato del pueblo” hace caso omiso de estudios, presupuestos, normas y resoluciones de la Cámara para continuar su cruzada por la “regeneración moral de México”.

    El caso más reciente fue la consulta a mano alzada en Gómez Palacio, Durango, donde un grupo de transportistas y otros acarreados profesionales sesgaron la votación, convirtiendo al cazador en presa. El supuesto espíritu democrático de la asamblea echó aguas por todos lados, dejando al descubierto que las corazonadas, deseos y axiomática presidencial no se cuestionan, se cumplen. Una situación similar la vivimos con el dichoso Tren Maya y el aeropuerto de Santa Lucía, donde pesó más su terca voluntad que los datos duros de los estudios de impacto ambiental, viabilidad económica y el clamor de las muchas voces que se alzaron en contra.

    Lamentablemente, el disenso y progreso democrático que dice promover a través de las consultas a mano alzada, y del que se ufana, se desfonda y desvirtúa cuando los métodos de participación ciudadana que pone en marcha se valen de esa forma de racionalidad que mueve a “la tribu”.

    En esto último, aunque se me retuerzan las tripas, no me queda más que darle la razón a Vargas Llosa; un escritor que me ha hipnotizado en algunos de sus textos, y exasperado profundamente por el tufo de sus dogmas.
     

     

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