El significado de los encuentros entre aspirantes a puestos de elección, que se programan como actos dialécticos de exposición propositiva, ha sido confundido por los candidatos a la Presidencia de México y así, en lugar de ubicarse en un espacio de “debate”, se han plantado en una arena de “combate”.
Las discrepancias y las acusaciones que suelen insertarse en ese tipo de debates son a veces un elemento necesario cuando se trata de exhibir el antecedente adverso de un contrincante, o se pretende desmentir algún infundio. Son una faceta que, sin duda, prende el interés de la sesión y pone a prueba la templanza de los participantes, En ese sentido las acusaciones deben de ser fundamentadas, y así convincentes, pero plantan un contrasentido cuando posicionan como objetivo la descalificación sistemática del oponente, al grado de que esa distorsión consume el tiempo destinado al concurso de las ideas.
Tal es la percepción que generó el segundo debate entre los candidatos Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya Cortés, José Antonio Meade Kuribreña y Jaime Rodríguez Calderón, “El Bronco”, quien gusta de ser llamado por su puntual apodo del cual hace gala. Priva la impresión de que esos contendientes gastaron más tiempo en acusaciones que el usado en contestar las preguntas, las cuales en notorios casos encontraron respuestas inconsistentes o distraídas, de hecho soslayadas por un prioritario afán ofensivo.
En ese marco la impresión de un importante sector de los televidentes es que esta vez el debatiente mejor librado fue López Obrador, quien nuevamente fue el blanco más atacado, pero volvió a encerrarse en la actitud de no caer en provocaciones, más allá del epíteto de “Ricky Riquín Canallín” con el que, en determinado momento, replicó la andanada descalificadora de Ricardo Anaya. Además, el ademán de proteger su cartera ante un acercamiento físico del panista parece haber impactado como una aguda reacción humorística del tabasqueño
Meade Kuribreña mostró mayor conocimiento temático en las respuestas, pero todo indica que no convenció a un electorado latente que lo mantiene en el tercer lugar, del que no parecía despegar, pese a que Anaya, apostado en el segundo lugar y sin duda el mejor orador y manejador de escena, acusó un descenso en las preferencias.
El candidato del PRI no logró el impacto pretendido con la acusación de que Morena está candidateando para el Senado de la República a una presunta secuestradora en la persona de la ex comandante Nestora Salgado, la cual fue judicialmente exonerada en el 2016 y ahora se propone demandar a Meade por “daño moral”.
Lo cierto es que, de acuerdo con las encuestas, después de ese segundo debate la intención del voto mantiene firme la posición de López Obrador a la vanguardia de la contienda electoral con una creciente ventaja sobre Anaya Cortés, lo cual de hecho consolida la propuesta de que el de Macuspana sea elegido Presidente de la República el primer día de julio próximo.
Esa prospectiva debiera ser la pista para aterrizar las expectativas de los otros partidos contendientes y poner en práctica un cambio de estrategia tendiente a establecer el organismo neutralizador ante el Poder Ejecutivo, esto es desde el Congreso de la Unión. Es decir que, si el acceso de López Obrador a la silla presidencial ya es una realidad irreversible, las campañas de las coaliciones encabezadas por el PRI y por el PAN deben estar enfocadas a evitar que Morena logre mayoría en los ámbitos del Poder Legislativo.
Curándose en salud, el líder del Morena ha previsto esa coyuntura y ha promovido una acción de refuerzo a las campañas de los candidatos que representarían a su partido en el Congreso de la Unión, pues advierte que con carro completo encontrará cancha propicia para la realización de sus anunciados propósitos.
Cuando la vigencia para el proselitismo electoral se reduce ya a menos de un mes, es inaplazable ponderar un resultado que parece inevitable, aceptarlo como tal y dar crecimiento a las opciones que aún se sitúan en el campo de las posibilidades
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