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"COLUMNA"

"Las Alas de Titika: Lazos chilangos"

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LAS ALAS DE TITIKA

Si las ciudades son misteriosas casas que albergan personajes tanto lúcidos como merolicos, la ciudad de México es una de esas mansiones que más pasadizos, ventanas y habitaciones suele tener —generadora, también, del humo suficiente para esfumarse en sí misma—.

La sobrevives, te olvidas de sus humos, sales por una de sus ventanas y la caminas. Avanzas y descubres siempre un aposento en el cual sentirte bien, un personaje con el cual identificarte o una novedad que te hace abrir más los ojos. Los trotacalles olemos dar, casi siempre, con un hecho, una acción, un gesto que nos saca un suspiro capaz de sosegarnos.

Esta mañana visité un café que tenía olvidado. En él había un dependiente nuevo; un jovencito de andar muy recto, rostro apacible y ánimo refinado. Tomé asiento y de pronto escuché la plática de la mesa vecina; ésta la ocupaban un señor y su padre de 105 años; don Francisco.

 Atenta al diálogo que empezó entre los tres personajes, veo que el joven saca de la parte baja del mostrador algo parecido a un portafolios; una caja maltratada y vieja. Éste se encamina al área de las mesas, arrima una silla al lado del anciano, coloca la caja negra y la abre con sumo cuidado. Yo, entre atenta y disimulada, no pierdo detalle. —Papá, Ale trajo su tocadiscos para que usted escuche una canción. Trajo su fonógrafo, lo transportó en el Metro para mostrárselo a usted, todo esto lo dijo en voz más alta y pegado al oído del anciano, quien con un movimiento lento asentó con la cabeza. Allí estaba el tocadiscos de maleta, listo para tocar un disco de 78 revoluciones. Un animoso momento se departía entre estas tres generaciones ignorando las prisas de peatones que afuera resolvían el tormento del mundo.

 Por mi parte yo estaba aturdida —en la mesa contigua— entre un puñado de noticias: “Llegan los tres sinaloense indultados en Malasia; Segunda Jornada Malayerba en honor a Javier Valdez; Muere la mujer del metro luego de dos días sin recibir auxilio; Mala calidad del aire en la ciudad…en eso suena una canción de Guty Cárdenas.

En automático la música envolvió el lugar y fue como si cada objeto de la cafetería fuera trastocado por un halo de tiempos anteriores. Olvidé las noticias y me uní a la tertulia. En junio, don Francisco cumplirá 106 años, Roberto, su hijo, lo trae todos los días a la cafetería y me cuenta sobre el ánimo de su padre; Ale, de 20 años, es amante de las antigüedades y lo que trajo hoy es un gramófono, me dice, “uno de los varios que tengo”.

 —Supongo que apenas te alcanza con lo que ganas en el café. —Sobrevivo y, sí, me alcanza para comprarme mis antigüedades.

A los 16 años, Ale trabajó con un restaurador: “Me tocó restaurar un Cristo del Siglo 16. Mira este bordillo que tengo aquí (toqué su piel en el antebrazo) es una astilla que me quedó como recuerdo”, tendrás que quitarla, le dije. “Claro que no, si es mi orgullo”.

Me contó que en el terremoto de hace dos años, perdió un estante completo de discos; se habían hecho añicos con las sacudidas. Ale hablaba entusiasmado sobre su afición y su grupo de amigos con los cuales colecciona objetos de 1920, yo lo escuchaba y recordaba a otro joven más pudiente quien acababa de contarme de su desaliento por la vida; su madre le proveía todo, pero él no encontraba cómo entusiasmarse.

 El característico sonido del gramófono amenizaba aquella mañana contrastada. Reconfortada, me despedí de mis nuevos conocidos y abandoné el lugar. No supe si el humo había disminuido, eso ya no importaba, la ventana de esa mañana había limpiado nuestro panorama.

 Comentarios: majuliahl@gmail.com

 

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