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LA RAMBLA

Ansina se matan los hombres, ansina

10/07/2021 23:15

Lo que recuerda es que una invitación de esa magnitud, y en aquellos años, no se podía tomar a la ligera, porque era como un vale que te garantizaba una aventura.

La recibió algún día cercano a la siembra de 1954. José tenía 12 años y para su edad tenía varias virtudes que le hacían caerle bien a los demás, sobre todo a los más grandes y los adultos, como una buena plática, porque aunque se crió en rancho, era muy despierto en la escuela; buena educación, que lo hacía ver como alguien amable, y valentía, que no le tenía miedo a casi nada.

Por eso de inmediato le dijo a su mamá Panchita que si le daba permiso de ir con don Gabino y sus tres hijos a Jacola, porque tenían que llevar extensiones de la tubería de una bomba de agua, para usarse en la siembra, y el combustible de la misma.

Don Gabino y su familia, a quien José conocía por ser sus vecinos en el viejo centro de Culiacán, planearon el viaje para salir por la mañana.

En ese tiempo solo existía el camino que lleva al sur del municipio, pasando El Salado, luego Tabalá, hasta llegar a Estación Obispo.

Más de 100 kilómetros de distancia, sin pavimento y con velocidad de vehículos muy diferente a las actuales.

Pero además don Gabino llevaba mucha carga, unos tres tambos de 200 litros y el resto del espacio ocupado de tubería. Encima de una plataforma se encaramaron Arturo, el más pequeño de los Meza Gaspar, y José. Adelante don Gabino compartió la cabina con Reynaldo y Enrique.

El camino, que de por sí era largo, se volvió aburrido, por lo que José y Arturo terminaron vencidos por el sueño. Avanzaron en el camión que avanzaba con fortaleza, pero con lentitud hasta adentrarse al corazón del valle de Culiacán.

El camino continuó igual de aburrido, hasta que un movimiento brusco despertó a José. Luego escuchó un rechinido, como que se habían frotado dos pedazos de cartera metálica, y luego un grito desgarrador.

El camino, que obligó a don Gabino a pasar por encima de las vías del ferrocarril, provocó que el camión se moviera tan brusco que los tambos con el combustible se arrastraran y uno de ellos aplastó la pierna derecha de Arturo.

Y aunque el padre y los hermanos solo lo destrabaron y siguieron con su camino, con el tiempo José supo que Arturo nunca quedó bien de su pierna.

El accidente no cambió los planes y en menos de una hora, los Meza Gaspar y José llegaron al rancho La Rosa, ubicado a un kilómetro de Jacola.

Ahí, don Gabino y su familia tenían un predio para la siembra de maíz y frijol, pero también crianza de ganado, y caballos de carreras. También había un platanar y un enorme árbol Inmortal, debajo del que acondicionaron para el festejo.

“Entonces llegamos y había fiesta”, recuerda José.

La bomba era para sacar agua de mantos freáticos, de profundidad, algo que significaba algo innovador en aquel tiempo.

Por eso los Meza Gaspar prepararon una barbacoa de hoyo e invitaron a sus vecinos y amigos.

“Había gente ranchera, pero con billetes, invitados de don Gabino”, dice José.

Para tratar de olvidar el accidente, Enrique y José montaron al Colorado y al Chanate, dos de los caballos que don Gabino entrenaba para correr.

Pero así con gente de dinero, recuerda, también había gente vestida de manta, que calzaba huaraches y traía sombrero y morral.

Uno de ellos llamó la atención. Era un joven de menos de unos 30 años, que hablaba poco y tenía un gesto duro en el rostro.

Luego se dio cuenta que su actitud era provocada por otro hombre de mayor edad, con el cabello cano, pero vestido de pantalón de vestir, botas y chaqueta de cuero.

No sólo por su actitud, de presumido y que hablaba casi gritando, como dando órdenes, es que alborotaba el ambiente al lugar que se movía, sino que además estaba armado con una pistola.

Ahí todos cuchicheaban y señalaban de “coyote” a este hombre, un acaparado sin escrúpulos que había cometido varias injusticias y abusos en la zona.

El festejo se tornó incómodo cuando el coyote se acercó al joven del morral.

A todos les llamó más la atención cuando empezaron a discutir.

“Oye, fulano, vale más que te arrimes de este lado”, dijo el coyote.

“No, por mí vas y chingas a tu madre”, respondió el joven.

La discusión subió de tono, hubo algunas amenazas y empujones, hasta que el coyote sacó el arma.

“¡Pum!... ¡pum!”, sonaron dos balazos y todos contuvieron el aliento.

En un rápido movimiento, mientras el coyote sacaba su arma, el joven se acercó, sacó una daga de su morral y se la clavó desde la clavícula al corazón.

La escena peliculesca, porque el coyote aún no se desvanecía, se completó con las palabras del joven: ansina se matan los hombres... ansina.

“Quiso sacar la pistola, pero lo ensartó en el puro corazón”, recuerda José.

“Yo corrí, allá estaba como a 100 metros y me quedé un buen rato allá, no quería ni comer y eso que había barbacoa a lo baboso. No me dio miedo, pero me impresionó. Y nunca se me va a olvidar, ‘ansina se matan los hombres, ansina’, le dijo, le ganó el jalón, el coyote tiró, pero ya estaba ensartado”.