Hay días ordinarios que se olvidan al anochecer, y hay otros, muy pocos, que se quedan prendidos a la memoria como si fueran parte de una historia mayor. El sábado pasado fue uno de esos días y no porque un toro me pasara volando por cabeza (eso se los platico después), sino porque charreamos con el equipo del Rancho El Alazán, encabezado por mi amigo Manuel Rivera, en el Lienzo “Los Tres Toños”, en Tepic, Nayarit; fuimos invitados por Antonio Echeverría y su familia, y nunca se trató de una charreada más en el calendario, desde que llegamos se sentía que algo distinto estaba por ocurrir.
El aire tenía esa vibración especial que sólo se da cuando una comunidad está por reencontrarse con una parte de sí misma y es que no todos los días vuelve al ruedo un emblema de la charrería nayarita, el Rancho El Quevedeño. Su retorno no fue sólo un anuncio deportivo; fue casi un acontecimiento cultural, quienes conocen la historia de la charrería saben que detrás de ese estandarte cabalgaron referentes fundamentales, y ese día estaba entre ellos don Arturo Ibarra, una figura que marcó época y dejó una huella profunda en Nayarit y en el País entero; el retorno del equipo de El Quevedeño es, de algún modo, la reactivación de una memoria colectiva.
Como si eso fuera poco, la tarde reunió ingredientes de campeonato, del otro lado estaban los actuales monarcas nacionales, Charros del Soyate de Pepe Aguilar, encabezados por Arturo Ibarra hijo y con su referente Enrique Jiménez presente, campeón nacional de charro completo, era un encuentro de altura, de esos donde el lienzo se convierte en escenario de leyendas, de talento y de historia en movimiento. Aunque lo verdaderamente inolvidable no estuvo en la arena, sino en las gradas, la ciudad de Tepic salió a recibir a su charrería, y eso, en los tiempos que corren, es un milagro cultural, las familias llegaron desde temprano; los niños corrían entre los puestos de comida con sombrero bien puesto; los abuelos, sentados con paciencia, comentaban cada floreo, cada cala, cada mangana, la gente ovacionaba con entusiasmo sincero, no por espectáculo, sino por orgullo, por cariño, por identidad.
Lo que vi ese día fue una fiesta cívica, un abrazo colectivo a una tradición que no sólo resiste, sino que se renueva cada vez que una comunidad decide apropiarse de ella. La charrería, cuando se vive de esa manera, trasciende el deporte, se convierte en puente, en lenguaje común, en ritual compartido, no es casualidad que la Unesco la haya reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, y que presidente tras presidente como ahora bien lo hace Salvador Barajas, encabecen la tarea de sostenerlo. La charrería lo es porque condensa un modo de ser, un carácter, una narrativa que nos explica frente al mundo.
En Tepic, ese sábado, la charrería volvió a sentirse como una fiesta de todos, el respeto por el traje, la pulcritud en cada suerte, la solemnidad del caballo, la elegancia y el valor de las escaramuzas... Todo convivía con risas, con gritos, con el murmullo del público que, por momentos, se transformaba en un coro de celebración, me impresionó ver cómo esa mezcla de tradición y convivencia familiar puede levantar el ánimo de toda una ciudad.
Mientras veía el lienzo repleto, pensaba en Mazatlán y en lo que podríamos vivir si nuestra ciudad abrazara la charrería con la misma fuerza, con la misma claridad y el mismo respeto. Tenemos historia, tenemos charros, tenemos caballos, y tenemos una comunidad que valora las tradiciones cuando se les da un espacio digno y un sentido profundo, lo que falta, quizá, es recuperar el ritual colectivo, devolverle al deporte su lugar como punto de encuentro, como celebración comunitaria.
Porque la charrería es mucho más que la ejecución de suertes, es una estética que se aprende y se respira, es una forma de entender el tiempo, el esfuerzo, la nobleza y la disciplina, es el recordatorio de que todavía existen prácticas que requieren paciencia, técnica, valentía y respeto por el animal y también es una invitación a detenernos, a reconocernos en lo que somos y en lo que queremos conservar.
Ojalá pronto Mazatlán viva una tarde como esa, una en la que el lienzo se llene no sólo por el espectáculo, sino por la emoción compartida, una tarde en la que niños, jóvenes y adultos convivan alrededor del caballo, del lazo, del floreo, sintiendo que forman parte de algo más grande que ellos mismos, una fiesta donde la tradición no sea nostalgia, sino horizonte.
Porque cuando una ciudad vuelve a charrear, no sólo revive un deporte, recupera un pedazo de su alma y en tiempos tan acelerados, tan ruidosos y fragmentados, preservar eso es, quizá, uno de nuestros mayores actos de resistencia cultural.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuánto.