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Cuando se habla de la posibilidad de qué México sea un Estado fallido, Culiacán, junto con otros municipios del País, como Tijuana, Juárez, Celaya y Cajeme, son la representación geográfica de una vida civil incierta y al margen de la ley. Tierra donde el poder lo imponen grupos criminales que han capturado las instituciones, la economía y los espacios públicos.
Un Estado fallido es aquel donde la autoridad gubernamental no es capaz de hacer valer la ley ni garantizar una vida segura. En los estados fallidos se impone la razón del más fuerte, y los ciudadanos comunes, en el desamparo, quedan a merced de quienes pueden arrebatarles la tranquilidad y hasta la vida.
Para retomar el control de un Estado fallido, las autoridades en ocasiones imponen el llamado Estado de excepción, una condición en la que el Gobierno ordena suspender, por algún tiempo, a veces de manera indefinida, los derechos humanos básicos -como las garantías procesales o el libre tránsito- con la intención de combatir con mayor efectividad a los grupos que rivalizan al Estado el monopolio de la violencia.
Por los sucesos que ocurren de manera cotidiana, parece que en Culiacán la rutina de vida oscila entre las características de un Estado fallido, y las propias de un Estado de excepción. Es decir, entre la anarquía que impone a la población una condición de alerta y de supervivencia; y el orden marcial regido por toques de queda, retenes, y operaciones militares con helicópteros que lanzan fuego desde el cielo.
Ninguna de estas versiones de Estado proporciona una sensación de paz y seguridad a la ciudadanía. Por eso es ridículo que el Ayuntamiento de Culiacán, que encabeza de manera irregular Juan de Dios Gámez Mendívil, publicite como un gran logro el haber salido del ranking de las ciudades más violentas del mundo, sobre todo cuando en la sindicatura de Jesús María todavía está vivo el recuerdo de aquella madrugada de terror bélico.
En el lapso de apenas tres años, los culiacanenses fueron rehenes de guerra en dos ocasiones. En ambos momentos, los criminales mostraron que son capaces de incendiar las calles a capricho, que están armados hasta los dientes y que cuentan con un ejército presto a ser movilizado. En el último episodio, los militares, por su parte, dejaron ver que no están supeditados a ninguna ley civil, que operan bajo sus propios criterios, y que se sienten con plena libertad para transgredir los derechos humanos cuando así lo requieran.
Este panorama nos habla de lo obsoleto que es evaluar la violencia como un simple cálculo entre el número de homicidios dolosos que ocurren en un lugar por cada mil habitantes, fórmula que comúnmente se utiliza para medir qué tan insegura es una ciudad.
Es necesario un nuevo enfoque que incorpore las formas en las que está mutando la violencia, sobre todo en lo que se refiere a las desapariciones forzadas, y que por su indefinición jurídica, imposibilita contabilizar estos actos como muertes violentas, a pesar de que en muchos casos, el homicidio se materializa, sin que las autoridades y las familias tengan certeza de que así ocurrió.
Más importante es la necesidad de una comprensión epistemológica del fenómeno de la violencia. Me refiero a la posibilidad de entender cómo una ciudad, tal como Culiacán, es capaz de disminuir el número de homicidios, y aún así continuar igual o más violenta que antes.
Algunas hipótesis apuntan hacia arreglos de gobernabilidad entre el Estado y crimen organizado, en los que se deja actuar a los narcos, siempre y cuando eviten incursionar en extorsiones y ejecuciones descontroladas; otras van dirigidas a estudiar la capacidad de adaptación de los ciudadanos, lo cual hace que ellos mismos incorporen estrategias de supervivencia con las que se autoinflingen limitaciones a su libertad; también se habla de una asociación narco-empresarial que se da mediante el lavado de dinero, y que ocasiona una codependencia entre la economía formal y la riqueza ilegítima.
Indagar en estos nuevos escenarios por los que discurre la violencia, nos hará tomar conciencia que el Estado de Derecho siempre es más efectivo que el Estado de Excepción. “Cedant arma togae”, ¡Que las armas cedan a la toga!, Frase de Marco Tulio Cicerón en la que expresa la prioridad del Derecho sobre la guerra.
Previo a los dos más recientes Culiacanazos, el de 2019 y el de 2023, vale la pena recordar el Estado de sitio que sufrió Culiacán por parte del Ejército el 8 de abril de 1989, mismo día en que fue capturado Miguel Ángel Félix Gallardo en una lujosa casa de Guadalajara.
En esa ocasión, los militares se apostaron desde muy temprano en Culiacán, instalaron retenes, tomaron el edificio de la Policía Municipal, pusieron guardias en la delegación de la PGR, catearon casas y mantuvieron rondines por toda la ciudad.
Como saldo de ese operativo extrajudicial, fueron detenidos al margen del debido proceso, el jefe de la Policía Judicial, el director de la Policía Municipal y algunos otros agentes policiacos, que fueron trasladados a las instalaciones militares donde fueron incomunicados y torturados.
Todo este asedio a las instituciones civiles de Sinaloa ocurrió, cuentan, mientras el Gobernador Francisco Labastida buceaba en las plácidas aguas del Golfo de California.
Desde entonces, y como ahora, las detenciones portentosas de los grandes capos de la mafia, nunca han significado la consecución duradera de la paz, ni la contención de la violencia a largo plazo.