I
El cumpleaños de Jorge es hoy: 20 de enero. Su nacimiento fue una bendición; su muerte, también. La peor pesadilla para un padre se cumplió en mí. La pérdida de un hijo es una tragedia. Al principio, el proceso de recuperación es desquiciante, con altibajos emocionales: desesperación, enojo y culpa; además de impulsos depresivos y lágrimas de impotencia.
En la memoria de esas semanas no tan lejanas vislumbro el sopor de una mirada desnortada, tumbado y enroscado en la alfombra de la sala. Las noches interminables y febriles me asfixiaban. Todo era oscuro y confuso. El insomnio y la ansiedad secuestraban mis pensamientos. Mi duelo era egocéntrico y monotemático: la vida se centraba en mi sufrimiento. Mi yo era lo único que contaba. Ninguna otra realidad tenía cabida. Absolutamente todo -todo era todo- se refería a Jorge y a sus potencias frustradas, a su recuerdo y a mis lamentos, a mi descendencia truncada y a la pequeñez de su existencia.
En mis ataques psicóticos, la negación afloraba y en mis delirios, fantaseaba. Cualquier signo del universo lo tomaba como un mensaje de Jorge. De vez en vez sentía sus abrazos, con la piel erizada por la mixtura espectral de alivio y pavor: era un fantasma quien me socorría en su pecho. Oía su voz: «Pa, acá todo está bien»; y mi alma se pacificaba. Era el anhelo esquizofrénico de una realidad impostada. Estaba perdido. «Lo que lo hace insoportable es el error de creer que tiene remedio», lo explica Charlotte Joko Beck.
Como un puercoespín, mis afiladas púas repelían las muestras de empatía y afecto. Era solamente yo, aislado de familiares y amigos que con devoción me regalaban su cariño. La paradoja perfecta: ellos siempre presentes; yo, un lunático en fuga. Mi alma se agrió y calladamente -en mi interior- los rehuía con frases cortantes: «Es que tú no sabes de mi dolor porque no has perdido un hijo»; o con locura silenciosa murmuraba: «Ojalá se te muera un hijo para que veas lo que se siente». Nunca se los dije; nunca lo supieron.
En esas andaba, cuando en marzo de 2020 empezó la pandemia. Habían transcurrido nueve meses desde la muerte de Jorge. Mi alma estaba débil. A la claustrofobia emocional se sumó el aislamiento físico. En mi regodeo en la autocompasión, el destino me regaló la soledad. En la conciencia extraviada, un pensamiento vino a mí: «Ten cuidado con lo que pides, no vaya a ser que se te cumpla».
II
Dos meses antes de su fallecimiento, me sometí a una segunda cirugía craneal doble. Entonces, mi deseo ferviente era no pasar por el quirófano una vez más. Sin estar dado de alta aún, nos fuimos a Porto, en donde Jorge se accidentó. En los días que permaneció en terapia intensiva y con la sentencia de muerte dictada en su contra, en mi alucinación apostaba por una catafixia inverosímil: «Cinco cirugías a cambio de su vida».
Era impensable entonces que vendrían alegrías por descubrir. El equilibrio del universo es perfecto. La frase cliché de que «el tiempo todo lo sana» fue real y efectiva. El camino ha sido arduo; el resultado, gratificante y provechoso. De un inexplicable ¿por qué a mí?, incursioné en las profundidades de ¿para qué a mí? La exploración de respuestas ha sido aleccionadora. La vida da y quita por igual.
Soy un privilegiado. Mi reclusión en la pandemia fue en una casa en Tepoztlán, con un jardín esplendoroso y una vista fascinante del Tepozteco, en donde todavía me plazco en ascender. En el encierro extrañé a mis hijos, familia y amigos. Anhelaba sus palabras de ánimo y abrazos tiernos. Reflexioné que mi pena no podía cabalgar sin sentido.
Mis opciones eran reducidas. Aunque me sentía morir, el suicidio lo tenía descartado. Quedaban dos posibilidades: enterrarme con Jorge, como de hecho lo estaba haciendo; o vivir a tope, con el compromiso de que el alma de mi hijo trascendiese en mi cotidianidad y reactivara el propósito de mi existencia. La decisión estaba tomada: tocaba vivir, pues mi turno de morir no había llegado aún. Yo no moriría con él; él viviría conmigo.
Era el momento de salir del hoyo emocional. Con obstinación busqué un conjuro -alguna palabra, pensamiento u oración- que me resucitara. Esa poción no existe; mi recuperación tendría que descifrarse y revelarse en mí. Tenía que desgarrarme por dentro para desfogar el dolor y retomar mi centro. Mi fraseo es coloquial: «Tragarme el chayote con todo y espinas». Anestesiarme con sustancias tóxicas las evité desde un inicio. Debía afrontar el pesar «en vivo y a todo color», como lo sugiere el programa de los Doce Pasos de AA, en donde milito desde hace casi 30 años. El consejo eficaz de mis padrinos Alejandro y Daniel fue clave.
El alivio no fue mágico ni súbito. La teoría terapéutica indica un camino; la depresión, otro opuesto. A ciegas, tomé la decisión de dar pasos diminutos, aunque simbólicos. Se trataba de convertir un «no puedo» en un «sí quiero», aunque mi yo interno insistía: «No puedo y tampoco quiero». Es cruento reconocerlo, pero a la par del dolor sufrido -real y devastador- mi abatimiento se escudaba en el letargo de la autoconmiseración. Los intentos de avanzar en el duelo los traducía en una traición a Jorge. Sería como deshonrar su nombre y su legado. El «sí quiero» estaba a años luz de alcanzarlo.
La culpa es una potente enemiga de la recuperación. Mi sabotaje era inclemente: me fustigaba por lo hecho y no hecho desde el nacimiento de mi hijo; y por los abrazos y besos que nos faltaron la última vez que me despedí de él, tres meses antes de su partida. Como me dijo Ozzie, a propósito de la muerte de su sobrina: «Si hubiese sabido, le habría dicho muchas más veces que la quería». El problema es que no existe una tecla para retroceder el carrete de nuestra vida.
Sin embargo, en mi consciente profundo había una velita encendida. Su luz, aunque opaca, me daba un chirrín de esperanza. Las conversaciones con otros padres que perdieron hijos -mi tía Irma, Enrique, María Elena, Francisco y Juan Paulo- me reconfortaron: «Ellos sí me comprendían». Sus consejos exudaban sabiduría. Me convencieron de continuar adelante y abrirme a la experiencia de la sanación. Con delicadeza me dejaron en claro que «sí se puede, porque sí se quiere».
Así empezó la sinuosa, pero fructífera, aventura de la recuperación. Los hijos mueren porque así son los designios del universo. Mi desventura e inmolación personal no cambiarían ese destino: Jorge había muerto y nada lo remediaría. Fue como si un manotazo hubiese destruido mi casa construida con piezas de lego. Debía rehacer otra casita -un avioncito o algo distinto-, aunque con una pieza faltante; y también reconstruirme de la mano de mi familia nuclear. Después de la muerte de un hijo, la tarea es inacabable.
Perdí el apetito y mi peso cayó en plomada. Estaba «flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones», como entona la canción. No dormía y la ansiedad me aguijoneaba. A eso se reducía mi vida. Desde ahí desafié la rehabilitación. Ni hablar. No quedaba más que atorarle al proceso con convicción y confiar en dos consignas de AA: «Un paso a la vez»; y: «Poco a poco se llega lejos».
El reto estaba en encontrar el cómo. En mi mente repetía: «Del dicho al hecho, hay un buen trecho».
III
La ayuda profesional fue básica: tanatóloga y psiquiatra al alimón. También en eso fui agraciado. Con Marianna y José empecé las consultas en prepandemia y las continúe en videoconferencias desde Tepoztlán. Fueron pasos incipientes que, al final de cada sesión, me hacían sentir un poco mejor, lo que era una gran ganancia. Las primeras conclusiones fueron inobjetables: «Tienes que medicarte para atajar la locuacidad interior, contengas el desacomodo emocional y concilies el sueño». La farmacopea fue impecable.
Después vinieron otras recetas: no quedarme tirado en cama ni en el piso; fijar una rutina personal, flexible pero sin permisibilidad, con horarios y actividades predeterminadas; evitar la ociosidad, puerta para pensamientos derrotistas; retomar la meditación en silencio y el ejercicio regular. En la pandemia fue el gimnasio improvisado en el jardín -con ladrillos y piedras-, con el coach Carlos a través de WhatsApp; y caminar y más caminar, durante horas y horas, con la compañía de mis mascotas Tala y Frida. El ajedrez en mi celular fue un recurso distractivo de gran valía. En la astrofísica encontré el recodo del cosmos desde el que Jorge nos mira.
Después vino el pádel con mi hermano Marco, la natación en aguas abiertas, el senderismo con Gerardo -cómplice del mismo infortunio- y la pesca con mi grupo sinaloense. Mis hijos Gisela, Andrea y Javier han sido alquimia pura; y los rezos de mi madre, hermanos y amigos, oro macizo. De la mano con mi sobrina Carmen atestiguo que «la familia todo lo cura»; yo remato: «Los amigos, también».
Con pasión maníaca leí, una y varias veces, libros sobre el duelo y pérdida de hijos; sobre religión y espiritualidad laica; sobre muerte y sanación de heridas. Cada página era un cincelazo que esculpía en mí un nuevo concepto dual de la vida. Somos parte del cosmos: de él venimos y a él volvemos. «Eres polvo y en polvo te convertirás», nos recuerda el cristianismo. La muerte no es el final tétrico de la vida: ¡Es la vida misma! Jorge es uno de los millones de personas que han vivido y muerto desde el origen de los tiempos. No hay nada extraordinario: algún día todos cruzaremos esa línea. Dos libros sublimes dan cuenta de ello: La muerte es una ilusión, del monje zen Thích Nhât Hạnh; y Living in the light of dead, de Larry Rosenberg.
A pesar de los logros, me mantenía hermético. Nada externaba sobre mí. En múltiples ocasiones, a veces en tono de súplica, Gisela me preguntó: «Dime qué sientes, qué piensas. Tu silencio es agotador». Tenía razón. Caí en cuenta de que no tenía respuestas; que mi mente se paralizaba y se ponía en blanco. Los sentimientos los mantenía reprimidos. Las sesiones de terapia eran pocas para desahogar el caudal de mi pena. Marianna, mi tanatóloga, me dio un empujón crucial: «Te gusta escribir, ¿no? Pues hazlo: dite a ti mismo qué piensas y qué sientes; y veamos qué resulta». Ese fue el origen de mi artículo Abrázalos, publicado, por azares del destino, en un punto álgido de la pandemia y mi duelo.
Tardé en albergar la aceptación y resignación por la muerte de Jorge. Ya no estaba en su tumba, pero el coraje y la desesperación me asediaban. En esa etapa del duelo me encontraba cuando escribí otro artículo: El mago Luis. Al igual que en la publicación previa, las muestras de solidaridad me reanimaron: valía la pena luchar por mi supervivencia y encontrar los caminos que barruntaba en la lejanía.
Todas las acciones, en su conjunto, dieron frutos. Reconocí que debía desdramatizar el drama y ubicar a Jorge en un contexto distinto. No hay invocaciones, cuidados u oraciones que detengan la última etapa del proceso natural de la vida, que es la muerte. Así como vivimos, también morimos. En la infinidad del universo, la edad es una variante relativa. Así como no hay una forma correcta de llevar el duelo, tampoco existe un momento ideal para morir. La frase de Oliver Burkeman es certera y brutal: «A la larga, todos estamos muertos».
Justo al terminar la etapa crítica de la pandemia, Gisela me regaló un libro: Finding Meaning: The Sixth Stage of Grief, de David Kessler, un experto en el duelo y la pérdida, escrito tras la muerte de su hijo. Mi redención tomó vuelo. El milagro se dio. No se trataba de mi yo implorando explicaciones. El fallecimiento de Jorge no es la mayor de las tragedias humanas. Conozco padres que han perdido dos y hasta cuatro hijos. Y en México, las madres buscadoras se resignan con solo encontrar los restos de sus hijos desaparecidos.
Además, ¿qué asegura la vida de mis tres hijos? Mi respuesta es simple: «Nada puedo hacer para garantizarla». Mientras estén conmigo, les daré un montón de abrazos y besos, no sea que luego me arrepienta de no haberlo hecho. Siempre, al despedirnos, la punción del fatalismo me asalta: «¿Y si es la última vez que nos vemos?» Mejor los apapacho fuerte. Lo mismo respecto de mi madre.
IV
Tiempo después surgió un tercer artículo: Solo un round más. Estaba en la definición sobre la trascendencia de Jorge y su proyección a través de mí. Una constante son los aplausos que recibo y el encomio para seguir escribiendo. Son muestras de afecto que agradezco y que refrendan que algún mensaje positivo dejo en quienes me leen. Sin embargo, mi interior se distancia de las loas: «Si supieran cuánto daría por nunca haberlos escrito»; y también por no continuar haciéndolo. Pero en las hojas en blanco entronizo con palabras la represión de mis emociones. Si Jorge no hubiese muerto, nada de esto existiría.
Una reacción inesperada y descarnada a ese artículo la recibí del hijo de un buen amigo. En un mensaje de texto me decía -palabras más, palabras menos-: «¿Quién soy a los 34 años? La respuesta obvia: nadie. Sé que para muchos soy un fracasado o poca cosa, pero adoro saber que no soy rehén de nadie, ni de mí mismo; y que soy tan intrascendente como todos, pero trascendente para algunos corazones. Y pensé: si muero, ¿quién me recordará? ¿Habré perdido toda posibilidad de trascender? ¿Seré importante? Pero hoy que leí tu nota me dije: Si solo alguien escribiera así sobre mí, ¿me sentiría -si es que podemos sentir después de ‘no estar’- feliz, pleno, inmenso? En fin, tonterías que quería decirte aunque parezca raro; fortísimo, pero extrañamente apaciguante; perturbador, pero tranquilizante».
La duda existencial es profunda. Trasladé su reflexión a mis hijos, de edades similares. No pude contenerme: lloré. Aún hoy, al releerlo, me sorprende una lágrima traviesa. ¿Cuántos niños y jóvenes se sentirían felices, plenos e inmensos, si sus padres, de frente y con el corazón en la mano, dejando de lado regaños y reproches -nimiedades, a fin de cuentas-, les diéramos un abrazo tierno y les dijésemos: «te quiero» o «te admiro», o bien, «aplaudo tus logros»? Aunque el juego es a visita recíproca: los hijos debemos hacerlo también con los padres. Es una forma concreta de ahorrarnos panegíricos post mortem (como éste). «En vida, hermano, en vida», nos insiste Ana María Rabatte.
La indulgencia con la muerte quedó arraigada en mí; es mi bandera. El presente -este preciso instante- es lo único realmente vivo. Voltear hacia atrás y añorar mi casita de lego carece de sentido. El pasado es historia; el futuro, un misterio. Jorge no resucitará; ni siquiera lo fantaseo. Mi perspectiva sobre la fugacidad de la vida, que incorpora a la muerte, me animó a incursionar en la trascendencia de mi hijo. Con orgullo henchido lo llevo en mi corazón. Con ese énfasis lo asimilé de The bereaved parent, de Harriet Sarnoff Schiff; y Still Here: Embracing Aging, Changing, and Dying, de Ram Dass.
El mantra en mi recuperación es: «Sí puedo, porque sí quiero». Es esperanza, no simple optimismo. Asumí el compromiso de que con mi vida honraría la memoria de Jorge, porque él, con su muerte, ennobleció la mía. Su sacralidad se irradia en el mundo a través de mí; y a la inversa, mi humanidad se proyecta por su conducto hacia la eternidad. Mis acciones dan sentido a su existencia; a su muerte, también. «Te siento más humano», me dijo Irene. No supe a qué se refería, pero me hizo bien.
Con entereza y convicción puedo decir: «La gente muere; los hijos, también». Es natural. La inmortalidad en la Tierra es una entelequia; nuestra finitud, una certeza. Murió un 24 de junio porque era la fecha predeterminada como su final. El dinero, médicos, hospitales y medicamentos no sirvieron. Nada, en mis manos, pudo evitar ese sino.
Su accidente fue el Día del Padre de 2019. Al principio, el trauma me impidió celebrar los dos siguientes. Ahora, ese día es festivo: celebrar con mis hijos vivos y aplaudir la vida del ausente. Todos son mis hijos: en cuerpo y alma. Son tiempos de aplaudir la vida en vida, no de hundirme en el maleficio de la muerte. Ese es el legado de Jorge. Mi compromiso con otros padres con iguales pérdidas es mostrarles mi experiencia, generar en ellos una chispa de esperanza y decir juntos: «Sí quiero y sí puedo». El club de padres huérfanos, por cierto, no es nada pequeño.
Hoy, Jorge cumpliría 33 años. Lo extraño. Atrás quedó el duelo sufriente; hoy es un duelo radiante. Vivo la singularidad de un duelo del duelo pasado, como añorando los días de desconsuelo. Hay días en que la pena da coletazos y el llanto me toma por sorpresa. En la Navidad reciente, jugando al karaoke, mi sobrina Rocío puso Piano Man, de Billy Joel, una canción icónica con la que Jorge, con su voz de tenor, deleitaba los jubileos familiares. «Tío, ¡ven, cántala!»; y lo hice, por supuesto. Su esencia reverberaba en mí y se traslucía en el frescor culichi de una noche gozosa. Canté fuerte y lloré mucho. Lo sentía en mí y me integraba a su espíritu. Magia pura. Ese era mi hijo.
El frenesí cuántico del cosmos tiene sus tiempos. Así son los planes divinos. Todo, siempre, es perfecto y para bien.
Incluso la muerte de un hijo.
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@LuisPerezdeAcha