¿El fin de la era fósil?

    Ante la negativa o incapacidad de modificar patrones de producción a gran escala, queda en la ciudadanía buscar estrategias y acciones para redirigir el rumbo del uso constante de hidrocarburos. Aquí podemos recordar la insistencia con la cual las juventudes del planeta están exigiendo esa transición, sabedoras de que ellas serán quienes hereden el problema por la inacción y la falta de compromiso de las generaciones actuales. Los ejemplos son varios, así como sus niveles de participación, acción y radicalización. Los colectivos y organizaciones de la sociedad civil de tinte ambientalista también buscan incidir, pero se deben tomar en cuenta las preferencias gubernamentales de los gobiernos en turno, que no necesariamente se vinculan con el combate al cambio climático.

    @gssosan

    SinEmbargo.MX

    El uso creciente e incesante de los combustibles fósiles es la razón principal por la cual nos dirigimos a una crisis climática. Nuestras sociedades se han basado en el petróleo para desarrollar una economía cuyo crecimiento se busca sea infinito en un planeta con recursos finitos. Si bien es cierto que se ha identificado que el uso de hidrocarburos como fuente principal de energía es el problema central (acompañado de otros como la deforestación y el cambio de uso de suelo con fines agropecuarios), y que es necesario y urgente no solo promover sino implementar esquemas de energía renovable, nuestras sociedades aparentemente no tienen prisa en transitar en esa dirección.

    Los discursos gubernamentales están llenos de buenos deseos y promesas de cambio que apenas empiezan a aparecer en políticas públicas de pocos países. Las grandes corporaciones petroleras obviamente están en contra de la transición a renovables, y argumentan que esa transición llevará mucho tiempo, pues cambios drásticos serían fatales para las economías; por lo que ofrecen la salida temporal del gas natural, que, si bien reduce la emisión de gases de efecto invernadero, no aborda el problema de fondo. En un efecto cascada, otros sectores de la economía externan complicaciones para esa transición, pues también resultarían afectados, haciendo cambios mínimos que se publicitan como compromisos sobre el tema. Al respecto, puede haber compromisos reales de algunas empresas conscientes de la situación, dispuestas a aportar desde su área de incidencia, pero si no se trabaja de manera agregada, en la que todo mundo (literalmente) participe, los resultados continuarán siendo escasos. Entonces, ante la negativa o incapacidad de modificar patrones de producción a gran escala, queda en la ciudadanía buscar estrategias y acciones para redirigir el rumbo del uso constante de hidrocarburos. Aquí podemos recordar la insistencia con la cual las juventudes del planeta están exigiendo esa transición, sabedoras de que ellas serán quienes hereden el problema por la inacción y la falta de compromiso de las generaciones actuales. Los ejemplos son varios, así como sus niveles de participación, acción y radicalización. Los colectivos y organizaciones de la sociedad civil de tinte ambientalista también buscan incidir, pero se deben tomar en cuenta las preferencias gubernamentales de los gobiernos en turno, que no necesariamente se vinculan con el combate al cambio climático.

    Ante esto, se ha buscado marcar pautas y establecer estrategias desde el plano internacional para que a partir de ahí los gobiernos y las sociedades se comprometan a transitar a energías renovables. El Acuerdo de París, con enfoque en el cambio climático, y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, ambos creados en el marco de la Organización de Naciones Unidas en 2015, van en esa tesitura. Sin embargo, a la fecha continúan discutiéndose procesos de implementación y ajustándose metas y propuestas de contribuciones nacionales.

    En este contexto, y quizá como un grito desesperado, es que Tuvalu, un pequeño estado insular del en el Océano Pacífico y que es afectado fuertemente por la crisis climática, recientemente propuso en la Asamblea General de las Naciones Unidas la aparición de un Tratado de No Proliferación de Combustibles Fósiles, pues estos son responsables del 86 por ciento de emisiones de dióxido de carbono que ocasiona a su vez el cambio climático.

    Buscando reducir el uso de carbón, petróleo y gas, el llamado para este tratado ya encontró eco en el plano subnacional, pues más de 65 ciudades y gobiernos subnacionales alrededor del mundo apoyan la idea, entre los que destacan Londres, París, Los Ángeles, Barcelona, Vancouver, y Calcuta; incluso el Vaticano y la Organización Mundial de la Salud ven con buenos ojos esta propuesta.

    El objetivo de dicho tratado sería promover la cooperación internacional y detener nuevos desarrollos sobre combustibles fósiles, reducir progresivamente la producción actual y formular planes para apoyar a países, comunidades y trabajadores dependientes de combustibles fósiles para crearles sustento sano y seguro.

    Este puede ser otro paso en la dirección adecuada, pero corre el riesgo de replicar el impacto del Acuerdo de París y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Esto es, la formulación de un Tratado de No Proliferación de Combustibles Fósiles puede resultar políticamente correcto y diplomáticamente retador durante las negociaciones que le den forma, dejando para futuro detalles que son difíciles de abordar ante la diversidad de intereses y perspectivas que caracterizan a la comunidad de naciones. Mientras tanto, la mera aparición de un texto de este tipo sin duda podría reavivar la esperanza de que se puede hacer algo ante la crisis climática que ya es visible.

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