México lleva décadas sumido en una profunda crisis educativa. A pesar de haber sido uno de los pretendidos logros del régimen del PRI, la formación escolar que ha recibido varias generaciones de mexicanos es precaria y no ha servido para reducir la abismal desigualdad que ancestralmente ha caracterizado al país. Contra lo que suele afirmar el Presidente de la República, la situación catastrófica en la que se encuentra el sistema educativo mexicano no es resultado de la era neoliberal, sino del arreglo institucional fundacional surgido en los tiempos de la consolidación del Estado corporativo. No fueron las políticas neoliberales la causa del pésimo desempeño de la escuela pública mexicana, sino el sistema de incentivos en el que se basó la expansión de la cobertura escolar desde la década de 1940.

    Los malos resultados de la educación pública mexicana se conocen al menos desde el diagnóstico llevado a cabo por un equipo encabezado por Gilberto Guevara Niebla a finales de la década de los años ochenta del siglo pasado. Es cierto que los gobiernos de la llamada época neoliberal fallaron en sus intentos de reforma, debido sobre todo a las inercias institucionales y a la dependencia de la trayectoria corporativa y clientelista desarrollada durante la época del control monopolístico del PRI. Una tras otras, las reformas fracasaron, al enfrentarse con la comunidad magisterial consolidada en torno a las reglas de ingreso, promoción y permanencia establecidas desde los tiempos en los que se le concedió al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación la exclusividad en la gestión del sistema de incentivos de los profesores.

    Sin embargo, diversas organizaciones de la sociedad civil sostuvieron desde finales del siglo pasado la necesidad de reformas profundas para garantizar el derecho constitucional a una educación de calidad. La reforma de 2013 reivindicaba, al menos en sus intenciones, la necesidad de una reconfiguración del sistema educativo, para propiciar la existencia de cuerpos docentes mejor capacitados y para mejorar las infraestructuras y las capacidades de la educación pública en su conjunto. Sin embargo, la grandilocuencia declarativa con la que se promovió la reforma constitucional de hace casi una década no se correspondió con la disposición política de dotar al proceso con los recursos presupuestales para llevarlo a buen término y los errores de diseño del nuevo sistema de incentivos de los docentes hizo que las maestras y los maestros de carne y hueso rechazaran las nuevas reglas del juego.

    Un gobierno de izquierda auténtica debió poner el tema del derecho a una educación de calidad en el centro de su agenda. A López Obrador, en cambio, el tema lo ha tenido absolutamente sin cuidado. Su preocupación principal, como en todos los ámbitos de su gestión, ha sido la del control político. De ahí que haya buscado congraciarse con las organizaciones corporativas y antidemocráticas que ostentan la representación magisterial y haya centrado su estrategia en la recuperación de la gobernabilidad corporativa del gremio, para lo cual era indispensable desmantelar el incipiente y contrahecho sistema profesional que empezó a gestarse con la reforma de 2013.

    A cambio, el actual gobierno ofreció invertir en formación continua de los profesores, en mejoras en la infraestructura y en el combate a la deserción escolar con base en su recurso predilecto, el reparto de transferencias en efectivo. Sin embargo, en la realidad la educación ha sido completamente abandonada, la política educativa es inexistente y ha sido una de las principales víctimas de la austeridad destructiva que ha caracterizado a la administración.

    El programa de escuelas de tiempo completo, que a trancas y barrancas había ido abriéndose paso en un sistema escolar caracterizado por muy pocas horas lectivas y escasa relación de los alumnos con los centros escolares, ha sido la última víctima del mazo destructor de los recortes presupuestales y del traslado de recursos a programas con objetivos clientelares. A pesar del compromiso establecido en los artículos transitorios del decreto de reforma constitucional impulsada por el propio gobierno, que garantiza el establecimiento en forma paulatina de escuelas de tiempo completo con jornadas entre seis y ocho horas diarias, el gobierno, con la complicidad de la Cámara de Diputados ha desaparecido el presupuesto necesario para llevarlo a cabo.

    No sorprende el desprecio gubernamental por los mandatos constitucionales. El Presidente ha demostrado que no le importa violar abiertamente la Constitución. Pero este es un caso más de los reiterados agravios de este gobierno contra las mujeres. Los horarios restringidos de los colegios públicos son un obstáculo para la incorporación de las jóvenes madres al empleo y refleja la arcaica visión presidencial de responsabilizar exclusivamente a las mujeres de los cuidados familiares. En lugar de propiciar la incorporación de las mujeres a las actividades productivas, para contribuir con ingresos a sus familias, la política del actual gobierno parece querer confinarlas al trabajo doméstico y, cuando mucho, pretende subsidiar su inactividad económica con alguna transferencia en efectivo, ya sea de un programa social específico o de una beca precaria para sus hijos.

    Tampoco es que se estén dedicando grandes recursos a mejorar la infraestructura escolar. La tacañería gubernamental en materia educativa es incluso peor de la mostrada por sus antecesores vituperados por neoliberales. Como en el resto de los ámbitos de su gestión, López Obrador se ha dedicado a demoler mucho de lo que funcionaba sin sustituirlo por algo nuevo y operativo. Eso sí: ha llenado las oquedades de su política educativa con mucha demagogia, como la de pretender reformar los planes de estudio es asambleas magisteriales, como supuesto antídoto a la arrogancia tecnocrática del pasado. Ahora las ocurrencias ideológicas serán aprobadas por aclamación, en lugar de ser producto del trabajo de escritorio. Mientras tanto, las niñas y los niños seguirán pasando por la escuela sin aprender las habilidades básicas para tener una vida productiva y autónoma, la deserción seguirá imperando entre los adolescentes y la educación superior seguirá siendo un fraude.

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