Las flores nacieron para alegrar el mundo y embriagarlo con su aroma. Sin embargo, su paso por la vida es efímero, como señaló Pedro Calderón de la Barca en un soneto: “A florecer las rosas madrugaron, y para envejecerse florecieron: cuna y sepulcro en un botón hallaron”.
Cumplido su cometido, las flores se despiden silenciosamente. Brillan por un momento y tornan este mundo bello y agradable. ¿Por qué su existencia será tan corta?, es uno de los enigmas que no se pueden resolver.
Cuando una jovencita se despide apresurada y repentinamente de la vida, como aconteció el domingo con Beatriz, surgen miles de preguntas tratando de horadar la insondable superficie del ¿por qué?: ¿por qué en este momento?, ¿por qué segar su existencia a los 25 años?
A este ancestral cuestionamiento le suceden otros igualmente herméticos: ¿a dónde se fue?, ¿experimenta algún dolor?, ¿cómo es la vida del más allá?, ¿cómo se encuentra ahora?, ¿nos estará viendo?, ¿escuchará nuestras plegarias y contemplará nuestras lágrimas?, ¿percibirá nuestra angustia, tristeza y dolor?
Solamente la fe puede brindar paz y consuelo, porque no hay respuestas plausibles. De lo que sí podemos estar seguros es que Dios hizo su mejor jugada, aunque no comprendamos a fondo el movimiento hecho en el tablero. “Dios no juega a dados con el universo”, dijo Albert Einstein. Empero, en su escepticismo, Stephen Hawking añadió: “Dios no solo juega a los dados, sino que además a veces los tira donde nadie pueda verlos”.
Cada flor es única y especial, como admitió el joven príncipe de Antoine de Saint-Exupéry: es la que regamos, abrigamos, protegimos y cuidamos. A la que escuchamos quejarse, alabar o callar, porque “sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
¿Extraño mi flor?