El día que don Heraclio perdió la parada de autobús a Los Mochis

Don Heraclio debía tener casi 80 años en ese entonces. Fue como en el 2015.

Lo calculo, porque he visto cómo a familiares o a vecinos a esa edad las orejas comienzan a crecerles a un tamaño más grandes que lo normal, casi al mismo ritmo que las quejas y los reniegos.

“¿No pasa por aquí ningún camión que vaya a Los Mochis? ¡Valga!, por aquí pasaban”, dice.

Me asalta y me roba la atención que yo tenía en cruzar la esquina de Insurgentes y la callecita esa que sale de la glorieta a Cuauhtémoc en Culiacán, que luego atraviesa la Insurgentes y Lázaro Cárdenas y se convierte en Francisco Villa.

Lo miré y entendí rápido que estaba desorientado.

“Tiene que agarrar...”, quise explicarle, pero luego me di cuenta que iba a ser en vano, porque no entendía, ni conocía. Es más, pensé que casi ni le interesaba.

Entonces recordé que a finales del siglo pasado, por ese lugar salían los camiones regionales que te llevaban a los municipios del norte, porque la central camionera de Culiacán se ubicaba en un terreno que hoy los Ley lo usan como una expansión del estacionamiento del estadio de los Tomateros, el que se ubica entre la Aquiles Serdán y la Andrade, atrás de la plaza Diarte y la Ley Juan José Ríos. Tomaban hacia el poniente y salían hasta la glorieta, por ser la ruta natural de aquellos años.

Por eso don Heraclio, que tenía tanto tiempo sin venir a Culiacán, no sabía que los camiones ahora salen de la Central Millenium, que ya no había caseta de cobro luego de cruzar el puente Almada al norte o que ahora existe un distribuidor vial en el crucero que antes ubicábamos como la carretera a Culiacancito y la carretera a Los Mochis. ”Vamos”, le dije, “lo voy a llevar a agarrar un Toledo o un Vegas”.

Y ahí va, tras de mí: huaraches cruzados, camisa holgada a cuadros rojos con blanco desgastados y pantalón de vaquero. Un don Heraclio agrandado se enfrenta al cruce de cuatro calles alrededor de la glorieta. “Aguas”, me dice, porque luego se preocupa y titubea por el caudal de autos frenéticos y revolucionados que odian los semáforos en rojo a la hora de la comida.

Por eso el viejo ejidatario de San Miguel Zapotitlán en Ahome voltea nervioso, chupa los dientes; retoma valor, se agranda otra vez y se lanza al paso de cebra atrás de mí, sin perder ningún detalle, como apurado. ”¿Ese camión blanco no me lleva?”, cuestiona. ”No”, le digo, “ese viene para acá, para El Palmito”. ”¿Aquél que viene?”, insiste.

”No”, le corrijo con cierto desespero, “ese es un Campiña, va pa’l Centro”.” Lo va a agarrar por la Hidalgo, y la Bravo”, agrego con la paciencia en el tanque extra. ”¿La Bravo?, ¿La del columpio?”, insiste en cuestionar.

”No sé. Es la que baja al río”, le explico.

”No, una que baja así”, expresa y simula lo que imagino el movimiento de una montaña rusa con la mano y el brazo.

Ya no respondo.”No, pues sabe”, se responde él mismo.Luego recuerdo que quizá por el columpio se refería al puente colgante que existía para cruzar a la Isla de Orabá, cuando uno va de frente y se le acaba la Bravo y cruzas el Malecón Niños Héroes.Me emociona pensarlo, y le quiero explicar, pero luego me lo guardo, porque me da pereza. Es que yo, así en 20 minutos, ya catalogaba a don Heraclio como uno de esos señores que darle una explicación era en vano, porque no entendía, no conocía. Es más, ni le interesaba.

”¿Cómo le fue en el RAN (Registro Agrario Nacional)?”, le pregunté, porque cuando me abordó me había comentado algo.

”Pues mal. Que los papeles estos no me sirven, ya me han hecho venir dos veces”, reniega. ”Ve, ahí venden cocas, ¿no quiere una?”, le sugiero.

”Pa’ la calor”, suelta la frase afirmativa.

Cuando nos acercamos a la tienda me di cuenta que don Heraclio padece de una especie de tic nervioso: se toca el sombrero para recargarse en el poste del alto y recuerdo que se lo tocó cada vez para preguntarme y cada vez que le respondía y lo hacía entender, porque lo hizo cuando le expliqué que los camiones que van a Los Mochis ya no pasaban por donde él creía.

Y aunque dejó de tocarse el sombrero cuando hizo sus cuentas mentales, fue sólo para ayudarse a contar con los dedos, y casi de inmediato supe que era para ver si le alcanzaba el dinero para el pasaje, porque ahora tenía que sumarle el de un camión urbano a la Central Millenium.

También recordé que se lo agarró antes de cruzar la calle, cuando volteó a ver el semáforo, cuando sintió que algún camión se acercó tanto que le hizo sentir que podía atropellarlo.”Ah, ¿tú las vas a pagar?”, pregunta después de que le di el envase de la coca y me di vuelta para pagar.”Gracias”, dice, y otra vez, tras agarrar la botella, se agarra el sombrero.”Me ha ido mal en el RAN”, dice y se toca el sombrero. “Me dijo el licenciado que los papeles estos no me sirven”.

Van sólo dos frases y don Heraclio ya lleva la mitad de su coca en la panza.

“En enero gané el pleito, pero no me han entregado las tierras...”, comenta para hacer más amena la espera, supuse.

“¿Y el pleito, por qué fue?”, abono a la charla por cortesía. ”Por una pinche vieja que me las quería quitar (las tierras)”, reniega.

Yo ya no quise saber más detalles, pero sí me los dio, y el problema versó sobre un concubinato que salió mal, amenazas y poca capacidad de ambas partes para negociar. ”Aquí es la calle Juárez”, le interrumpo. “Aquí agarra un camión Toledo o un Vegas”.

Termino de decirle porque ya me quería ir, pero me doy cuenta que fue en vano, que no le interesaba. ”Ahí viene el Vegas. Le dice que lo baje en la Central”, le dije.

Le estiro la mano para despedirme, cuando vi que otra vez don Heraclio ya no está agrandado y estaba sufriendo de algún pánico escénico y sus movimientos se volvían torpes: no decide si saludar, poner el tapón a la botella con los últimos tragos de refresco o sacar uno de los billetes de 20 pesos que trae en la bolsa de la camisa.

Mejor tira la tapadera, me saluda y saca el billete mientras se hace para atrás, muy pegado a los autos estacionados, y agarra viada para agarrarse del tubo del camión y subirse.”Cuídate”, me dijo.

Cuando iba camino de regreso a mi trabajo, caí en la reflexión de que ese último “cuídate” de don Heraclio estaba vacío y sin deseos genuinos y que en realidad no le interesa, porque sí alcancé a darme cuenta que cuando me lo dijo no se agarró el sombrero.

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