Lo que recuerda Daniel es que eran noches de mucha tensión: el trabajo escaseaba, la paga a veces tardaba más de lo programado, su esposa y dos hijos exigían mejores condiciones y para trasladarse a Culiacán todos los días tenía que invertirle un esfuerzo físico extra para salir de ese rancho en San Pedro, Navolato.
Su rutina a veces era aburrida: levantarse a las seis de la mañana, bañarse sin agua caliente, guardar el desayuno que le preparaba su mujer en una cazuelita de plástico y llevárselo al trabajo; luego atravesar una propiedad para la que había que caminar en tierra muerta unos 300 metros entre árboles de ciruela, limones, mangos y aguacates; dar los buenos días a otras tres familias cuyas propiedades conectaban entre algunos cercos y puertas sencillas y rústicas de tubería oxidada y luego, ya en la calle, empezar a caminar por la terracería por lo menos otro medio kilómetro para tomar un camión urbano o suburbano. Debía levantarse temprano y tomar camino para poder llegar a las ocho de la mañana a checar.
Había cosas que no le gustaban, como las constantes alegatas con su papá, la presión del patrón por insistirle en trabajar más tarde, o las discusiones con su mujer por los abonos de los zapatos, de la ropa o cualquier cosa de catálogo.
Cuando le pasó, había retomado el vicio de fumar por las noches. De pronto dejaba la habitación, atravesaba la pequeña cocina y salía al portal. Encendía el cigarro, fantaseaba con el futuro y repasaba la rutina del día siguiente. Hay veces que reflexionaba también sobre lo bien que estaba haciendo y lo malo que le pasaba.
Era una semana con luz de luna. No sé si se habrán dado cuenta, pero en lugares como ese rancho, sin alumbrado público y con las casas alejadas entre sí, la oscuridad es muy profunda; sin embargo, cuando hay luz de luna, se te refleja una sombra en el suelo mientras caminas. Puedes ver, sin muchos problemas, si alguien o algo merodea por ahí, y puedes apreciar hasta detalles específicos, como figuras, ropa, rasgos físicos.
Era después de medianoche, entre semana, cuando la ansiedad levantó a Daniel de la cama.
Lo hizo sin mover mucho la cama para no molestar a su esposa y su hijo más pequeño. Abrió la puerta con cuidado y tomó de pasada la caja de cigarros y un encendedor.
Atravesó la cocina y salió al portal sin encender la lámpara. Prefería quedarse en la oscuridad.
De frente, a unos 70 metros, podía ver el foco de la casa de enfrente.
La noche estaba fresca y recuerda esos detalles porque salió sin camisa. Cruzó los brazos y pasó sus palmas frotándose los bíceps, los antebrazos y luego la panza abultada. Se paró en la orilla del portal, se acercó el encendedor al rostro y le dio fuego a su cigarro.
No sabe bien por qué, pero en cuanto la visión se aclimató a la oscuridad después del destello del encendedor, hubo algo que le llamó la atención en la puerta de entrada al terreno de su papá.
Lo que distinguió de inmediato fue un bulto blanquecino que contrastaba con el cerco oxidado y las ramas de los árboles de limón y ciruela de atrás.
Frunció el ceño, cerró un poco los párpados: parecía una mujer, vestida de blanco, con un velo. Y ella no dejaba de mirarlo.
“Pensé que me estaba volviendo loco”, dice.
Dio otra bocanada al cigarro, dejó de mirar la entrada y talló sus ojos con el dedo índice y pulgar de su mano derecha. No quería voltear de nuevo a ese lugar, pero tuvo que hacerlo: la mujer comenzó a avanzar, lentamente, y se detuvo un par de metros delante de la puerta.
“Yo sabía que no era una persona, sabía que había algo raro, por eso no me animé a hablarle”, recuerda.
Daniel se llevó las palmas al rostro y recuerda cómo se embarraba el olor a cigarro; respiró hondo y volteó de nuevo, para convencerse de que no pasaba nada.
La figura seguía ahí, por eso se movió unos metros hacia atrás y a un lado, alejándose del espíritu, pero acercándose a la entrada de la propiedad. Ella no dejaba de mirarlo.
La mujer, ahora viendo más a detalle, era espigada y con el cabello negro y largo, con los ojos negros más grandes de lo normal. También admitió que creyó que no eran ojos grandes, sino los huecos en donde los debería tener.
La mujer avanzó y Daniel vio que jaló una cuerda, de la que lentamente pudo descubrir unos segundos después, traía a alguien amarrado de ella.
Era un hombre joven, también delgado, pero no se movía. Parecía que sollozaba, pero sin hacer ruido.
Daniel se talló de nuevo los ojos y el corazón lo sentía casi a punto de estallar.
“No dejaba de verme, caminó y no dejaba de verme. Como cuidándose”, dice.
Daniel prefirió no hablarle, recuerda, por varias razones: la primera es que no pudo. Sentía la boca reseca, que la saliva se le había hecho polvo; la segunda es que temía que eso lo atacara, otra más era que no quería asustar a nadie o que de llamarle a su esposa, sus hijos o su papá, éstos saldrían y se darían cuenta que no era nada y que sólo era su imaginación, lo que le haría quedar como un tonto.
La mujer siguió avanzando con ese gesto de precaución, amenazante con la mirada, para evitar que se le acercara. Volteaba hacia delante y luego lo buscaba de nuevo, sin hacer un solo ruido.
“Ahora que me acuerdo, no le vi los pies, o sea, a lo mejor sí tenía, pero no se los vi. Nada más veía que avanzaba, y que ella se miraba como borrosa”, detalla.
El joven que iba detrás de ella sólo avanzaba mirando al frente, con pasos lentos, sin ritmo, como alguien que va debilitado por hacer mucho esfuerzo.
“Los dejé de ver cuando pasaron por abajo del guayabo que está en la otra puerta, allá junto al baldío aquel”, dice.
“¿Y qué crees que era?”, pregunté cuando pude.
“Yo digo que era la muerte. Pensé eso cuando sentí que no quería que me acercara... pasó la muerte enfrente de mí... y no venía por mí, era lo bueno”.
Daniel asegura que la mañana siguiente, la policía encontró el cadáver de una persona joven en un rancho abandonado cerca de la casa de su papá, que eso le quitó las dudas de que sí era la muerte.