Los migrantes que ingresan a los Estados Unidos son personas honradas, que van a ese país con la mira de trabajar pacíficamente para ayudar a sus familias que dejan en sus países de origen. Es innegable que, con su trabajo, contribuyen al desarrollo de los Estados Unidos, pagan sus impuestos y los servicios que consumen, por lo que no puede el gobierno del Presidente Trump alegar nada en su contra.
Los “indocumentados”, como se les conoce en la Unión Americana, hacen un gran trabajo en la agricultura, en la industria y en los servicios en general, contribuyendo a la grandeza de esa nación. Se ha demostrado, de distintas maneras, el caos que se propiciaría en los Estados Unidos sin la mano de obra de los trabajadores migrantes, su esfuerzo es indispensable. Las últimas generaciones, los hijos de inmigrantes, incluso han recibido una mejor educación que sus padres y actualmente desempeñan una variedad de trabajos especializados en áreas como la ciencia, la electrónica, la educación y el gobierno.
Lamentablemente, en la actualidad hay opacidad en reconocer el enorme papel que han desempeñado los migrantes en un país que, en buena medida, debe su grandeza a la contribución de personas provenientes de todo el mundo, dándole a ese país una fisonomía multicultural. Viene sucediendo, con la llegada a la Presidencia de Donald Trump, un Presidente con marcada tendencia racista, una verdadera regresión y una política que busca nulificar los derechos humanos de los migrantes.
Lo curioso y hasta paradójico del asunto es que el propio abuelo de Donald Trump llegó de Alemania a Estados Unidos, hace dos generaciones, como inmigrante ilegal. Así es que, por más que muestre su fobia anti inmigrante, no puede negar la cruz de su parroquia, como dicen los mexicanos coloquialmente.
Lo que el Gobierno de los Estados Unidos debe buscar es un camino para que, de forma legal y respetando las leyes laborales, se contrate a trabajadores temporales en la agricultura, como se hizo en California y Texas al final de la Segunda Guerra Mundial. Ahora mismo, en California, el campo está urgido de trabajadores que levanten las cosechas y lo mismo puede decirse de la industria y los servicios, donde empieza a escasear la mano de obra. Aumentar las cuotas de inmigración hispana y otorgar visas temporales de trabajo permitiría controlar los flujos migratorios y abatir la migración ilegal. Se tendría un flujo de trabajadores controlado, distinto al caos que ocurre actualmente en la frontera.
Como hemos subrayado, los “supremacistas” blancos, que se proclaman dueños de Estados Unidos, en realidad son migrantes anglosajones que llegaron a Estados Unidos huyendo de la intolerancia religiosa y la pobreza de Europa. Encontraron, en las extensas tierras americanas, un país promisorio, de libertades, que pronto se independizó de Inglaterra, que los consideraba sus “trece colonias”.
Pero ni siquiera el centenar y medio de colonos, que llegó en el Mayflower a las costas de Massachussets, pueden considerarse pobladores originarios. Miles de habitantes nativos vivían ya en las tierras americanas desde hacía varios milenios. El colonialismo, que ha sido una rémora de la mentalidad del anglosajón, los hizo ambicionar extensísimos territorios que pertenecían a los nativos americanos o a los mexicanos. Aún quedan nombres que recuerdan el origen de los auténticos dueños de esos territorios: Dakota, Delaware, Búfalo, Alabama, Arizona, California, Arkansas, Maine, Colorado, etc.
A los actuales gobernantes de Estados Unidos les urge repasar las lecciones que ha dejado la historia. Si lo hicieran, tendrían que reconocer que en buena medida su “grandeza” no se debe exclusivamente a los “anglosajones”. Su mayor riqueza ha provenido de sus propios nativos y sus vecinos hispanoamericanos, que en pleno Siglo 21 merecen, por lo menos, mayor respeto.