@oscardelaborbol / SinEmbargo.MX

    Existen muchos enunciados que conforman la cosmovisión de nuestro tiempo, una serie de verdades encapsuladas en frases que repetimos o escuchamos cotidianamente y que nos parecen verdaderas. Algunos ejemplos son: “La democracia es la mejor forma de Gobierno aunque las democracias que hoy existen son muy imperfectas”, “las circunstancias condicionan la vida de los individuos, aunque no son determinantes”, “los seres humanos son históricos”... El repertorio es vastísimo. Son frases, me atrevo a decirlo, que todos repetimos como pericos y rara vez nos detenemos a pensar lo que realmente significan.

    Hoy quisiera detenerme en una cuya elucidación puede ayudarnos a entender mejor lo que está ocurriendo en nuestros días: “Los seres humanos son históricos”. Esta afirmación que arranca de la filosofía de Hegel no se refiere a la característica superficial de que seamos los únicos animales que tenemos historia -los demás repiten a lo largo del tiempo las prácticas que afianzaron su supervivencia como especie-, sino a algo más profundo: al hecho que historizamos el mundo, pero, una vez más, no por el simple hecho de que lo cambiemos, sino porque cambian nuestras maneras de apreciarlo, de percibirlo, de verlo...

    Unos ejemplos pueden darle tangibilidad al oscuro verbo “historizar”: todo el mundo sabe que Van Gogh y Gauguin no fueron apreciados en su época y que hoy, en cambio, cualquiera de sus obras alcanzan precios superiores a los 100 millones de dólares. Sin embargo, no nos detenemos a entender este cambio, pues lo que ha ocurrido es que los contemporáneos de estos pintores al ver sus obras veían unos monos mal delineados y además con un colorido estridente que atentaba contra el buen gusto de la época (recuerdo la carta de un marchante regañando a Gauguin por pintar de color naranja a un crucificado). Lo que veían los contemporáneos eran pinturas malas. Esas pinturas hoy las vemos como cuadros maravillosos, hemos aprendido a semi cerrar los ojos para filtrar la luz y que lo que parecen simples manchones se vuelvan el contorno de figuras; nuestras pupilas se han educado y vemos en Van Gogh al pintor que pinta el viento, un viento que dobla los trigales, y a Gauguin como uno de los precursores del fauvismo. Hoy sus pinturas nos parecen magníficas.

    Pondré otro ejemplo que quizás nos sacude más hoy: cuando yo era niño había una frase que cimentaba al sentido común de entonces: “no seas payaso”. Esa frase me la decía mi madre cuando me rehusaba a comer la sopa porque estaba caliente: No seas payaso. Sóplale. Me la decían mis compañeros en la primaria cuando, en el recreo, pasaban corriendo y me empujaban haciéndome caer: No seas payaso. Levántate. Me la decían todas las personas y yo no solo dejé de ser payaso, sino que veía un mundo amable, terso y solo cuando las cosas se pasaban de la raya, entonces sí, no era cuestión de no ser payaso sino de defenderme, de reclamar, de exigir una reparación.

    Hoy, el mundo ha dejado de ser terso y amable y ante la más insignificante inconveniencia surge el reclamo, la idea que hemos sufrido un atentado al respeto que nos merecemos como personas. No me interesa criticar esta época, ni la que viví en la infancia, sino aprovechar el ejemplo para entender cómo es que somos seres históricos. Porque así como los contemporáneos de Van Gogh y Gauguin veían en sus obras cuadros muy malos que ahora se han vuelto celebérrimos, así lo que antes era visto y vivido como una payasada hoy es motivo de respuestas muy serias que involucran un cambio de mentalidad, un cambio no sólo en la mirada sino en el mundo. Esto es lo que implica que seamos seres históricos.

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