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LA RAMBLA

Una vez, El Checho me explicó por qué hay que comer sentado

30/05/2021 04:00

¿Los viste?, ¿los oíste? No puede ser... esta raza..., reniega.

El Checho deja de escarbar y recarga en la barda la barra de acero con que rompe el lodo seco y endurecido. Luego se seca el sudor con un desgastado paliacate que alguna vez fue rojo y ahora es rosa.

Son las 12 del mediodía, es la esquina de las calles 19 de Septiembre y Geranio de la Colonia 10 de Mayo, en Culiacán; la calle Geranio, la que baja en una loma empinadísima desde la México 68 hasta la Avenida Patria, no estaba pavimentada a principios de los años 90.

Ahí, afuera de la casa de mi madre, el sol podía pegar de lleno, a no ser por una tímida sombra de las ramas de un árbol de aguacate que ablanda el impacto.

Yo miro al Checho a la cara y sus ojos están enrojecidos. Como siempre. Pero esta vez se ha esforzado por desbaratar un montón de tierra muerta que mi padre pidió en un viaje de góndola, según para que las matas crecieran fuertes y frondosas, pero lo dejó ahí demasiado tiempo y se hizo una masa endurecida por la lluvia, el polvo y las pisadas de la plebada que subía a la loma para agarrar “viada”.

Se llama Sergio, pero todos en la 10 de Mayo le dicen Checho. Tiene las cejas pobladas, que son como un tejabán por donde se resbala el sudor que brota de su frente.

Lo veo y lo escucho, pero no le entiendo. Como siempre.

Pasan, y se me quedan viendo como diciendo: mira este pobre cabrón, debería de estar por allá en Iraq, en la guerra, para que lo maten, reniega.

¿Quién, Checho?, le pregunto.

Esos. Todos. Eso piensan. Se les ve en la mirada, se les ve que eso piensan.

El Checho es mayor que yo como 10 años, en ese tiempo vivía justo atrás de mi casa. Le encanta jugar futbol y hacer mucho ejercicio. Siempre muestra sus bíceps en señal de fuerza.

Le gusta asesinar animales, daba lo mismo que fueran del monte o domésticos, fueran de él o no: ratas, gatos, culebras. La mayoría de las veces a sangre fría, por eso lo apodan El Matagatos.

Sufre de ataques epilépticos y varias veces hemos visto cómo cambia la escena de un simple juego de futbol callejero a uno con gente desesperada y hasta socorristas y ambulancias.

Le hemos visto cómo cae al suelo y comienza a rebotar en la tierra o en el lodo, justo después de patear violentamente un balón Garcís -que él mismo compra, desbarata y cose a mano: porque lo barato sale caro, dice- con que casi tumba la barda en la fachada de su casa.

De a tiro esta gente quiere que se muera uno. Ve cómo me ven, reniega.

Pero yo no los oigo.

No lo dicen, pero lo piensan, recalca.

Luego se olvida del paliacate y usa su regordete pulgar derecho como un garfio, se lo pasa por la frente, se arranca el sudor y lo estrella en el suelo.

Recuerdo que mi mamá decía que estaba loco, igual que mi hermano mayor. Todos, en el barrio, creían que estaba loco, pero lo ayudaban. Por ejemplo, mi mamá lo ponía a limpiar el monte o acarrear tierra y le daba unos 50 pesos, además de comida.

No pudo estudiar, no pudo trabajar ni tener novia, decían que porque le daban sus ataques epilépticos.

Recuerdo que casi siempre usaba un short o pantalones Dickies con camisas a rayas horizontales, como cualquier joven cholo de la zona sur de Culiacán.

Mi madre sale con un plato hondo, en el que trae unas cinco tortitas de papa y huevo nadando en un caldo de puré y consomé de pollo y con algo de verduras. Humea. Está muy caliente, lo sé porque sostiene el plato con la punta de los dedos y porque antes de salir a ver qué hacía el Checho afuera de mi casa ví que el caldo que sobró de la comida y cena de ayer se recalentaba en una olla de peltre azul.

Mi mamá deja el plato encima de la barda donde el Checho ha recargado la barra de acero para descansar.

Te voy a traer una silla. Pásale. Ahorita te traigo tortillas, le dice mi madre.

Y tráigame agua helada, dice el Checho casi como orden.

Mi mamá lo escucha y hace un gesto de enojo: ¡Aparte!, grita.

El Checho abre la puerta de la reja y se mete. Se sienta en el piso -de mosaico rojo y blanco- elevado del porche y jala una silla frente a él.

Vale más que sí me siente, explica.

Porque por si tú no sabías, uno no puede comer parado, porque cuando comes parado la comida se te va hasta abajo, hasta los pies. Cuando uno come sentado, la comida se queda aquí -se agarra la panza y luego se da leves palmadas con la mano derecha-.

Después, ya que me fui de la 10 de Mayo, supe que el Checho y su mamá doña Esthela se mudaron del barrio después de vender su casa.

Nunca supe a dónde se cambiaron. A veces nos lo encontrábamos en la ruta del Toledo o en alguna calle cerca de la casa y recitaba versos de la biblia. Hermanos, Cristo, amén, cosas de esas.

Luego supimos por el periódico que al Checho lo hallaron asesinado en las vías del tren cerca del Palacio de Gobierno. Dicen que predicaba para adictos y delincuentes que rondan esa zona.

Imagino que alguien que tampoco pudo entender al Checho lo terminó rociando de gasolina y prendiéndole fuego.