‘Estuve 30 años encerrado por matar a un cabrón’: El día que conocí la errante vida de José
Conocí a José en el centro de Culiacán. Él me vio llegar mucho antes de que yo lo notara y me presenté como reportero. Me miró con desconfianza, pero no percibió ninguna amenaza. Me extendió la mano y sentí cierta familiaridad en su trato.
Una vida sin raíces lo llevó a cruzar la frontera norte solo con la ropa que traía puesta y esa madurez obligada que obtienen quienes no tuvieron infancia. Años de anonimato entre obras de construcción y campos agrícolas lo convirtieron en un ente automático que se mueve entre el trabajo y la soledad.
José cuenta su historia en frases cortas mientras me mira a los ojos, como alguien acostumbrado a medir el peligro de todos a su alrededor. Está sentado sobre una cubeta llena de herramientas oxidadas mientras hace fila en una parroquia donde regalan desayunos: huevos con jamón entregados religiosamente por manos caritativas.
Lo sigo con prudencia, eligiendo bien mis palabras y mis gestos, mientras José toma confianza y se da cuenta de que su historia es escuchada con respeto. Baja los hombros y suelta un suspiro largo al mismo tiempo que esboza una sonrisa:
—Estuve 30 años encerrado por matar a un cabrón.
José vive en las calles de Culiacán desde hace un par de años. No sabe decir de dónde viene porque pertenece a todos lados, pero está seguro de que nació en Chihuahua. Tampoco dice tener familia, mas que su madre, a quien de vez en cuando llama por teléfono para saber si sigue viva. Su voz se reblandece al hablar de ella; sus ojos brillan y sus manos se aprietan como las de un niño que sabe que se ha portado mal y espera el regaño materno.
Fue en Estados Unidos donde estuvo preso cerca de tres décadas. Lo explica ya sin medir sus palabras; se sabe en confianza. Dice que se defendió de un paisano que intentaba asesinarlo.
“Yo estaba durmiendo en una cuartería y había un paisano que me estaba vigilando desde hace días. Yo creo que me quería robar o matar. Una noche se acercó a mi catre con un cuchillo, pero yo estaba despierto esperándolo y le metí cuatro balazos antes de que se diera cuenta”.
La historia es interrumpida por un andrajoso amigo de José que pasa a saludarlo. Hace un intento de señas discretas hacia algo en la bolsa del pantalón y José le dice que al rato lo checan, ya que desayunen.
—Que no falte el vicio —dice, y se echa a reír.
En esos años en prisión aprendió a defenderse de la hostilidad humana. Enumera una larga lista de pandillas dentro del lugar; una más racista y peligrosa que la otra. En medio de eso sobrevivió su primera etapa de adultez y valoró la libertad que le llegaría mucho tiempo después.
No queda clara su transición de Estados Unidos a México; los días se vuelven borrosos cuando viajas en trenes y raites anónimos a mitad de la carretera. Toda esa historia la lleva escrita en sus tatuajes, que cubren casi todos sus brazos: figuras irregulares hechas bajo mínimas medidas higiénicas, dentro de alguna celda oscura, que son el testimonio de sus años.
José trabaja esporádicamente de albañil; es lo que sabe hacer y así consigue generar lo mínimo para comer. Viste con limpieza y habla con precisión. En sus palabras suena siempre el eco de un arrepentimiento no aceptado. Sus años y sus vivencias no le permiten mostrarse vulnerable, y menos en la calle, donde la hostilidad es la constante.
“La gente en Culiacán es buena. Te echa la mano y te da trabajo para alivianarte. De los que nos tenemos que cuidar es de los municipales; esos sí son bien abusones. Nos paran nomás para quitarnos el dinero y las herramientas, y si uno se defiende, nos golpean y nos llevan lejos”.
A José no le duele la calle; dice disfrutar mucho la libertad luego de estar tanto tiempo encerrado. Las cicatrices en su cuerpo delatan una vida más complicada de lo que resume su historia, pero su visión pragmática lo aleja de las lamentaciones. Para él, la vida se resuelve un día a la vez.
Duerme en un pasillo acondicionado como hogar. Se cubre del frío y de los peligros que rondan las calles culichis durante la noche. Conoce cada comedor comunitario en la ciudad y también es amigo de quienes cierran tarde los restaurantes.
Terminamos de hablar luego de casi una hora y José se despide sin más ademán que una sonrisa franca. Toma sus cosas y se dirige al comedor que lo espera con un plato caliente y un vaso de café. Se vuelve, esboza unas palabras que no alcanzan a salir y solo levanta la mano:
—Nos vemos, compa.