"La familia invisible de la banqueta"
Gabriel Mercado
Las palmas negras, dientes carcomidos, pies descalzos, liendres, estómagos vacíos, sonrisas sinceras, muy sinceras.
No hay que viajar lejos para ser testigos del problema del hambre y pobreza en el mundo, tan sólo basta aprender a mirar: bajar la vista al piso, y ver esas palmas mirando al cielo, los ojos cansados, implorando.
La mayoría de las personas cambian la banqueta por la calle en ciertas esquinas del centro, aquellas donde "algo" les estorba el paso. Retoman la banqueta una vez que el camino queda libre.
Michelle, Joel y Roberta, tres pequeños de cinco, dos y siete años de edad, yacen en el piso, de lunes a domingo, prácticamente desde las siete de la mañana a cuatro de la tarde, en Ángel Flores, entre Álvaro Obregón y Juan Carrasco. Su madre, Juana, de 38 años, está junto a ellos en el suelo. Pide ayuda agitando un vaso blanco o con la mano desnuda, mirando directo al rostro a cualquiera que pase por ahí, los demás desvían la mirada, no la notan, ni a ella ni a sus pequeños.
Joel se desprende del cuerpo de su madre cada vez que el calor de la ciudad lo invade; se incorpora y comienza a caminar hacia atrás, jugando, con una cara pícara mira a su mamá mientras se aleja.
Michelle se emociona y le sigue, en unos diez pasitos más terminan dentro del negocio de telas Parisina, justo en la entrada, donde se siente el aire fresco saliendo del marco de la puerta.
Una vez adentro, vuelven al piso. Juegan arrastrándose sin alejarse de ese gran ventilador que les ayuda a asimilar la tarde. Su madre se levanta y deja ver sus pies desnudos. Sus pasos la llevan a sus pequeños. Los toma, los saca de la tienda y los regresa al piso de adoquín, regresan a esa esquina, su segundo hogar.
Los pequeños hablan poco español, su lengua natal es el mixteco. Hicieron el viaje desde Huajuapan, Oaxaca, hace tres meses.
Su primer hogar está en Villa Juárez, donde rentan una casita. Se vinieron de esa comunidad a Sinaloa. Juana acompañando a su esposo, su hermana y cuñado, ellos con otros dos hijos, huyendo de la pobreza y el desempleo, para encontrar aquí esa misma realidad.
Además de estirar la mano, la mujer trae consigo estampas de Cristo, pulseras ganchos para la ropa y otras chácharas, que un señor, dice, se las da. Nada se le vende, y entre el alimento y los pañales del pequeño se le van los 100 pesos que llega a sacar al día de las limosnas.
Los otros familiares circulan por el centro, caminando por las calles, vendiendo frituras, chicles, así deambulando, sacan el sustento.
Juana tiene también por un lado una botella de Ibuprofeno líquido, para darle una probada a Joel cuando siente que le da la calentura.
"Me salió muy caro", dice, en 34 pesos.
"Tiene lombrices", añade.
Si lo ve malo, nada más junta algo de dinero y corre al consultorio de enfrente para revisarlo.
Los pequeños no se saben los números, dicen que no van a la escuela. Juana asegura que los trae con ella porque no tuvieron clases.
Algunos sí los notan. Un par de culichis se detienen y les regalan alimento. Los pequeños se emocionan y se apuran a tratar de saciar su hambre, entonces algo sucede, Joel y Michelle adoptan un juguete nuevo: un vaso de cartón vacío se convierte en pelota, lo lanzan entre ellos, los entretiene la tapa, el popote, lo hacen un instrumento musical, le sacan ruidos, lo miran, se atacan de la risa.
Eso hasta que naturalmente los hermanos terminan en pleito, la mamá los reprende, y procede a cambiarle el pañal a Joel, quien ríe de pie, meneando las caderas con los pantalones abajo.
Los hermanos ahí comen, ahí duermen, ahí juegan. El ritmo de su día nada tiene que ver con la cantidad de pasos que los rodean, las miradas evasivas, los corazones no perciben.