"REALIDADES: Dimensión esencial"

"Reflexión sobre el tiempo"

Todos percibimos el tiempo de manera diferenciada según lo que acontezca y la subjetividad con que lo valoremos: el reloj nos dice que una hora consta de sesenta minutos, pero nuestro corazón nos revela que hay segundos que pueden parecer una eternidad

 

Una bella canción popular mexicana afirma “sabia virtud de conocer el tiempo”.

Desde mi adolescencia me cautivó no solo esta canción, sino el tema en sí del “tiempo”.

Después descubrí que mi interés por el tiempo era compartido universalmente y que, tras muchos siglos de discutirse sobre él, especialmente en la filosofía, la historia y la antropología, aún sigue siendo tema abierto, como son todas las cuestiones fundamentales del ser humano. Por ello el tema tiempo está presente en casi todas las religiones y filosofías.

¿Qué es el tiempo?

¿Hablamos todos de lo mismo cuando nos referimos al “tiempo”? Creo que no.

El tiempo es una de las dos dimensiones esenciales donde se construye la vida, junto con el espacio.

En la modernidad la tendencia es a quitarle al tiempo su dimensión mítica, su relevancia existencial. Se le quiere convertir en producto comercializable: “time is money”, afirmaba Benjamín Franklin. Nos lo imaginamos como una sucesión infinita de puntos a la que hemos llamado “línea del tiempo”, en la que ubicamos los acontecimientos para poder “medirlos”: nació hace tres años, la carrera universitaria dura cinco años, el viaje lleva dos horas, corrió los cien metros en doce segundos, hace quinientos años inició la conquista, etcétera. Los instrumentos para medirlo se perfeccionan, las formas de comprenderlo se multiplican, los recursos para expresarlo se sofistican pero, al final, seguimos ante la incertidumbre sobre qué es en realidad el tiempo.

Todos percibimos el tiempo de manera diferenciada según lo que acontezca y la subjetividad con que lo valoremos: el reloj nos dice que una hora consta de sesenta minutos, pero nuestro corazón nos revela que hay segundos que pueden parecer una eternidad. Una tarde de convivencia con personas amadas parece que pasa “volando”, en tanto que haciendo fila para un trámite burocrático sentimos que el tiempo se ha paralizado. Para los alemanes y suizos llegar con retraso de dos minutos a una cita es vergonzoso, para mexicanos y brasileños es una hazaña (con sus excepciones, claro).

En la antigüedad, sobre todo en las sociedades agrarias, la concepción del tiempo era más mística, religiosa y vital que en el presente. El tiempo no era percibido como lineal, sino cíclico, “leído” en el ritmo de la naturaleza: las cuatro estaciones del año o las sucesiones de lluvia y sequía, cultivo y cosecha, frío y calor, día y noche, verano e invierno. Los griegos personalizaron y divinizaron el tiempo y le otorgaron nombres propios a sus cualidades: el Kairós era el tiempo oportuno, de calidad diferente, que señalaba un evento puntual significativo; el Cronos era la duración de un acontecimiento, la sucesión ininterrumpida de momentos regulares, el ordinario.

En la mitología Cronos representaba una deidad terrible que encabezó una rebelión para destronar a su padre Urano y que devoraba a sus propios hijos recién nacidos para evitar que un día lo destronaran a él como rey de los dioses. Pero un día fue derrotado por su hijo Zeus, quien asumió la jefatura del Olimpo. Así iniciaba un nuevo “tiempo” para los dioses y los humanos, dejando fuera de la jugada al terrible Cronos con su fuerza cruel y tempestuosa generadora de caos y desorden.

Los romanos antiguos nombraron los días de la semana según los siete astros principales que conocían, a los que consideraban divinos: “Luna” = lunes, “Marte” = martes, “Mercurio” = miércoles, “Júpiter” = jueves, “Venus” = viernes, “Saturno” = sábado y “Dies solis” o “Día del Sol” = domingo.

Lo mismo aconteció con los meses, nominados en relación a ciertos personajes; por ejemplo, de Julio César se tomó el nombre para el mes de julio, y del emperador Augusto, para agosto. El mes de enero recibió su nombre del dios Janus, quien por tener dos caras viendo en diferentes direcciones, representaba muy bien la mirada simultánea al año que se acaba de ir y al que recién inicia. En inglés y alemán se conservó con mayor claridad el nombre de la deidad: “January”, “Januar”, respectivamente. Más tarde, en el mundo germánico, los dioses romanos fueron reemplazados en parte por los teutones, por ejemplo, Donar y Freya dieron sus nombres a jueves y viernes, que en el alemán contemporáneo se llaman “Donnerstag” y “Freitag”.

El tiempo cristiano

El cristianismo rompió con muchos elementos del mundo “pagano”, incluyendo la percepción del tiempo y su forma de nombrarlo. Ya la historia no se mide desde el principio sino desde el centro: el nacimiento de Cristo. Ahora todo se reordena dependiendo si aconteció antes o después de Cristo (a.C. o d.C.). El día más importante de la semana para el cristianismo ya no sería el sábado, el “shabbat” judío, último día, sino el primero, el domingo, el “dies Dominikus” (“día del Señor”), conmemorando que en él aconteció la resurrección de Cristo.

Las primeras generaciones cristianas creyeron en el inminente retorno de Cristo y vivieron el tiempo con sentido de urgencia. La vida adquirió nuevas dimensiones: la ética, las relaciones humanas, la conducta ciudadana, la fe religiosa, etcétera, se reestructuraron en función a la “escasez” de tiempo.

Con el paso de los siglos, la comprensión y vivencia cristianas sobre el tiempo se fueron transformando. Se rescataron afirmaciones bíblicas como la que afirma que para Dios “un día es como mil años y mil años como un día” (2 Pedro, 3:8), logrando cierto equilibrio en su comprensión del tiempo. Muchos monjes y laicos se retiraban al silencio del desierto, las celdas o los montes donde el tiempo, a diferencia de lo que se percibía en las ciudades, parecía no transcurrir. El trabajo y la oración a través de la sucesión de los días daban la sensación de que el tiempo se había detenido.

El tiempo hoy

Actualmente vivimos en una época de exceso en todo y que, por lo mismo, todo pareciera desechable, incluyendo el tiempo. Alguna gente busca cómo “pasar el tiempo” o “matarlo” o “reventarlo”. Hay quien también se preocupa por “usar” bien el tiempo, u “organizarlo”, “cuidarlo”, “no perderlo”, “manejarlo”, “aprovecharlo”, “regalarlo”, “invertirlo” o “sacarle jugo”.

Con frecuencia, los más jóvenes quieren apresurarlo, los de más edad ralentizarlo. La industria cosmética y todos los emprendimientos relacionados con la estética personal “hacen su agosto” (y diciembre y febrero y todos los demás meses) con productos, trucos, sacrificios y milagros que ofrecen detener, o al menos disimular, los estragos del tiempo sobre las personas.

En el aspecto religioso, recordamos que algunos contemporáneos de Jesús de Nazaret quedaron desconcertados cuando les recriminó: “¡Hipócritas! Saben discernir la faz del cielo y de la tierra; ¿y cómo no disciernen el tiempo presente?” (Lucas 12:56). Jesús los exhortaba a “leer” los tiempos desde una perspectiva y unos valores alternativos a los tradicionales. Buda enseñaba a sus adeptos la aceptación del paso del tiempo y les invitaba a dejarse llevar por el “suave río de los eventos cotidianos”. Lao-Tsé, a su vez, aconsejaba no confrontar el tiempo, ni calificarlo, sino alinearse con él creyendo que al final todo termina por acomodarse de acuerdo con una voluntad universal favorable a la vida.

En la actualidad, es indudable que la prisa generalizada es una constante de la vida moderna. Todo se hace de manera acelerada, todo debe ser “fast”: comida, educación, amor, diversión, vida, muerte. Pareciera que la consigna general fuera: “rápido y furioso”. La pausa, la meditación, la lectura por placer, la soledad y el silencio se han vuelto prescindibles y anticuados, y las consecuencias se perciben en el deterioro de la calidad de vida en general, y de la vida espiritual, afectiva e intelectual de grandes sectores de la población de manera específica.

El libro más filosófico de la Biblia afirma: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (Eclesiastés 3:1). Pero la realidad es que poca gente tiene la disposición necesaria para esta espera ya que pertenecemos a generaciones formadas en el hábito de buscar respuestas fáciles y prontas, para “tomar el mundo en nuestras manos”, para “diseñar nuestro futuro”. No hay tiempo para “perder” el tiempo.

Sería prudente de vez en cuando perder el tiempo recordando que el tiempo no es oro ni “money” ni experiencia, y que tal vez ni siquiera valga la pena el esfuerzo por definirlo, sino solo por vivirlo en plenitud sabiendo que entre el Cronos y el Kairós se mueve lo más real e importante de cada persona: la propia vida.

El autor es profesor de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey, Campus Sinaloa.

 

Responsable

Ernesto Diez Martínez Guzmán

Comentarios

diez.martinez@itesm.mx

“Las opiniones expresadas en esta página son responsabilidad de sus autores. No necesariamente representan el punto de vista del Tecnológico de Monterrey”.

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