"El Octavo Día: Ah, mis textos escolares"
A veces, los programas escolares son hechos por personas con poca experiencia en el aula o en la vida.
Me tocó a mí una etapa de transición en la enseñanza de las letras y, aunque era un adolescente, pude captar parte de la grilla nacionalista en ciertos cambios.
Leer en primer año de secundaria a Ángel del Campo Micrós, Altamirano y Artemio de Valle Arizpe te da a entender que toda la literatura mexicana es discursiva, en lenguaje arcaico y de corredor lleno de macetas.
Son algunos de nuestros clásicos y Micrós, nuestro primer cuentista, pero, ponerles a chicos de 12 años que acababan de ver Indiana Jones y a Brooke Shields en La laguna azul, un cuento llamado El Chiquitito -que narra la muerte de un canario y, aparte, hacer el dibujo- sencillamente era una propuesta ñoña.
Cuando publiqué mi primer libro de cuentos y, a pesar de una influencia evidente de Borges y los narradores del boom, mi excéntrico amigo temperamental, el pintor geométrico Roberto Pérez Rubio, me acusó de escribir como Micrós...
Decía, golpeando la mesa, que mis personajes no fumaban marihuana y que mis descripciones no tenían nada que ver con prosas atrevidas, al estilo de Henry Michaux o Rilke.
Claro que era un caso extremo, como poner a un estudiante de mandolina ante un roquero de 50 años, lastrado por el movimiento jipi. Además, siempre fue bueno para aventar nombres y acomodé su crítica de manera sincera, pero de un modo que él no habría imaginado.
El problema fue que en primer año solo vimos a estos autores tan castizos y ninguno en idioma extranjero: la culpa era del programa y del libro Español Básico. Existía un desbordante nacionalismo que luego nos llevó al aislamiento: en 1982 no entró el MTV a México porque tenía demasiado contenido en inglés y sexual.
Ya en segundo grado cambió un poco el asunto y nos dieron Español Activo, de Lucero Lozano, que era mucho mejor y del que varios amigos escritores de mi edad y mas jóvenes reconocen haber disfrutado.
Ahí ya venían Neruda, Lorca, Nicolás Guillén y hasta algo de André Bretón, Stephan Zweig y Aldous Huxley.
Aunque no tenía a Juan Rulfo, entonces en desgracia y si venía un largo y aburrido cuento del abuelo del presidente en turno, José López Portillo. (Alguna quedadota bien de los jerarcas de la Secretaría de Educación Pública con el mandamás en turno, aunque en ese momento aún él y el País no se derrumbaban).
Dicho abuelo era el digno narrador jalisciense José López Portillo y Rojas. El cuento se llamaba La horma de su zapato y era de un júnior charro que armaba relajo en una cantina, entrando ebrio a caballo y, al rato, llegaba su anciano padre y le daba una friega con la hoja del machete, en plena calle.
A pesar de que mi sentido literario apenas empezaba, alcancé a percibir que era un cuento sobre escrito, con demasiada descripción, defecto que yo también tuve cuando empecé a escribir.
No es que yo fuera un genio en potencia, por simple sentido común contrastaba con otros textos incluidos en el libro y hasta en el espacio destinado y sus dos dibujos incluidos.
Los libros del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos, a los que también tuve acceso entonces, también tenían un fragmento de La parcela, de José López Portillo y Rojas, usado como ejemplo del uso de la coma.
Hoy ya no lo incluirían con tanta generosidad, no tanto por su nieto presidente con fama de incapaz y frívolo, sino porque dicho abuelo escritor fue funcionario en el gobierno del General Victoriano Huerta, bochornoso detalle, entonces pasado por alto.
A veces, los programas escolares son hechos por personas con poca experiencia en el aula o en la vida, pero muy buenos para la política del momento y con gran disposición para cambiar la historia.