"El Octavo Día: Autopsia de un corazón milenario"
El pasado martes, como a las 12 de la noche, porque mi hijo Ian tenía una tos que no lo dejaba dormir, vimos juntos un reportaje sobre los ladrones de tumbas en Egipto. Fascinante será siempre retomar esa visión del poder político y su relación con la riqueza terrenal.
De no haber sido por el robo masivo de las tropas napoleonicas en su momento, Egipto no se hubiera puesto de moda en el Siglo 19 y hoy sería una cultura más en los libros, desleída como los hititas, los asmodeos o los escitas, sin más epitafio que las pirámides.
El hallazgo del mausoleo de Tuthankamón, en 1922, fue doblemente exaltante porque casi todas las tumbas importantes anteriores habían sido desvalijadas y no se tenía idea del esplendor de los faraones.
Resulta que muchos de esos furtivos extractores no eran vulgares delincuentes, sino funcionarios del tesoro que, en alguna otra época del mismo Egipto antiguo, saqueaban tumbas para capitalizar a una nación en constantes crisis por las sequías, las cuales aparecen mencionadas desde el Libro del Éxodo hasta el Presidente Nasser, quien hizo la Presa Asuán con dinero de los soviéticos.
Volvamos a los ladrones. En el documental, accedieron las cámaras a la casa uno de esos diligentes servidores públicos que vivió hace 2 mil años y dejó un grafiti en la entrada de uno de los sepulcros y, por coincidencia, se encontró una marca similar en una finca en ruinas que era su hogar.
O sea, robaban por el bien común y del estado como los políticos mexicanos, pero se tomaron la molestia de volver a colocar las momias apiladas en un sitio y eso permitió estos recientes descubrimientos.
El hallazgo más original en esa misma zona fue una vasija con un corazón momificado, el mismo que, según los papiros, colocaba el dios Anubis en una balanza y no debía ser más pesado que la verdad, pero tampoco más ligero.
Algunos panteístas sostienen que de ahí proviene la noción que comparten judaísmo, cristianismo y el Islam, de que algún día habrá un juicio posterior al dejar nuestra envoltura terrestre, rindiendo cuenta de cada uno de nuestros actos.
Tuve que explicarle a mi hijo que las momias sí existen, que no son parte de la mitologia como el kraken y los hobbits, y que son testigos de un proceso religioso para evitar la descomposición de los cuerpos y ganar así el más allá.
Eso me hizo tener que detenerme en la explicación de que al morir, nuestros cuerpos y huesos se vuelven polvo, tema inédito entre los dos, y que los egipcios trataban de demorar ese proceso o cancelarlo con la momificación.
De ahí, pasamos al postulado cristiano de que “polvo somos y en polvo nos convertiremos”, o sea, el ritual del Miércoles de Ceniza, que iniciaba en unas pocas horas y señalaba el fin del Carnaval.
La fiesta popular, cervecera, argüendera y con todo y polémicos monigotes, se enlazaba así con el polvo y la vida, las galerías de Giza, el sello de Hermes y los ríos de Babilonia.
Todo vuelve a los mismos significados milenarios cuando se le explica pacientemente a un niño y, de paso, rozamos las extrañas simetrías en los enigmas místicos del Cercano Oriente y la fiesta carnavalera, tal como si ilumináramos una tumba egipcia, de súbito, con una antorcha.