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"COLUMNA"

"EL OCTAVO DÍA: El doctor Rochín"

""Cuando lo conocí fue en un café de Culiacán, en donde solía pasar buena parte de las mañanas y también de su vida, cosa que luego fácilmente concluí""
EL OCTAVO DÍA
23/10/2016 19:47

Cuando lo conocí fue en un café de Culiacán, en donde solía pasar buena parte de las mañanas y también de su vida, cosa que luego fácilmente concluí.

Amante de los libros, médico profesional de formación militar, el doctor Jaime Rochín era todo un personaje surgido de una vieja bohemia, inteligente y con método.

Esa vez estaba diciendo de memoria -sin declamar, pero tampoco en el aburrido tono de quien está leyendo- un poema de Luis Pales- Matos, poco conocido poeta de la negritud antillana.

“Por la encendida calle antillana / va Tembandumba de la Quimbamba / rumba, macumba, /candombe, bámbula / entre dos filas de negras caras”.

Lo escuchaban tres amigos escritores y un gran lector que es mi amigo, Luis Guillermo Ibarra. Eran los habituales de ese café y yo contemplaba la escena desde mi mesa vecina.

“Culipandeando la Reina avanza, / y de su inmensa grupa resbalan / meneos cachondos que el gongo cuaja / en ríos de azúcar y de melaza”.

Luego de terminar el poema y obtener la ovación de los contertulios, añadió: “esto sí es poesía, no como la de ustedes, que habla de limones y naranjas”, y de inmediato se puso repetir de memoria los lamentables y recientes versos de un amigo común, publicados en un suplemento local, llenos de referencias frutales.

Al rato sacó de su maletín un grueso libro de poemas orientales y leyó un poema chino de hace más de 2 mil años en que el poeta habla de la tumba de su amada, de la cual sus huesos a veces emanaban por los noches fuegos fatuos.

Maravillado, explicó cómo dentro de los versos había la explicación de que la consumición del calcio bajo tierra provocaba esas llamaradas que, desde que se inventaron los ataúdes metálicos, ya no se ven en los cementerios.

Al rato le pregunté a mi amigo Guillermo quién era ese interesante individuo y él me respondió con una sonrisa cómplice: “es el doctor Rochín”, dando por hecho que yo lo identificaría por su nombre.

No me animé a confesar mi ignorancia, pero me quedó en la memoria el resto del poema que tenía un aire al campo sinaloense. “Prieto trapiche de sensual zafra, / el caderamen, masa con masa, / exprime ritmos, suda que sangra, / y la molienda culmina en danza”. 

A partir de ahí fuimos amigos ocasionales y, al menos las cosas que yo escribía entonces no provocaron su furia olímpica.

Ya jubilado de sus años de servicio del Ejército, pasaba sus días tranquilamente en el café, en los bares y asistiendo a casi todos los eventos culturales. Fungía como un padrino de esa generación de escritores sablistas y de vez en cuando les invitaba un café o les prestaba para el camión, para unas cervezas o para llevar al cine a la novia.

Publicaba artículos en la prensa local y algunos suplementos de la UAS sobre temas científicos e históricos. Por ejemplo, describía las enfermedades de los muertos famosos de la región y parecía tener acceso a sus expedientes completos, según recuerdo los textos que publicó sobre las muertes del Gobernador Francisco Cañedo o de los escritores Óscar Liera e Inés Arredondo.

Creo que también llegó al extremo de organizar una expedición a una cueva en busca de los huesos de un emperador azteca que pasó por Culiacán, pero de esto sólo tengo nebulosos datos.

Fiel y educado en el respeto al uniforme, cuando se presentaba en público para leer poesía se vestía con su traje de gala militar. Recuerdo que una vez mi amiga, la poeta Emma Campaña, le hizo segunda y se invistió de soldadera cuando alguna vez realizó un homenaje a Valentina Ramírez, la revolucionaria de Culiacán.

También poseía una veta satírica y humorística. ¿Conoce usted los picarescos versos humorísticos de El anima de Sayula? Una de sus creaciones perdidas fue El ánima de Malmuerde, versión culichi y agropecuaria del poema de Sayula, también con temática homosexual y clandestinidad nocturna.

Tanta llevadera con la raza le provocó leves conflictos. Una vez alguien publicó un poema con seudónimo en un suplemento cultural que, al leerlo en clave, se podía ver un secreto acróstico en donde el autor se burlaba de su personalidad con el nombre completo incluido. Anduvo varios días en busca del autor real del texto y se decía que andaba armado, ya que ese maletín con libros también le servía para llevar discretamente una pistola automática.

Por fortuna la cosa no pasó a mayores y siguió siendo el personaje afable que amaba la literatura y los buenos versos, declamando a la menor provocación algún poema pertinente, convencido de que esas efusiones no caían en tierra infértil.

Hace días estuve en Culiacán y me enteré que falleció recientemente. Me quedo con su alegría literaria y la voz tronitronante al pregonar Su majestad negra, esos cimbreantes versos del puertorriqueño Luis Palés-Matos: ¡Tronad, tambores; vibrad, maracas. / Por la encendida calle antillana / -rumba, macumba, candombe, bámbula- / va Tembandumba de la Quimbamba!