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"Expresiones de la ciudad"

"Expresiones de la ciudad"
La ruta del paladar
06/11/2015

    Fuera de Teresa Mendoza 

    Imagínate a una mujer de cabello rubio en media melena, dueña de unos insólitos ojos azules de reflejos oscuros, dientes blancos, manos fuertes y voz educada. Sana, correcta, con un aroma que no proviene de colonia ni perfume, sino de su piel moteada en tonos dorados. Y esa misma piel que indica Sol, cielos abiertos, vida, aire libre. Y las diminutas pecas la hacen ver singular, atractiva y adolescente, pese a que ya ronda los veintitantos años muy largos. Muy guapa. Su línea de la vida es muy larga, como si hubiera vivido muchas vidas en la tierra.
    Su nariz es menos bonita vista de perfil: un poco aplastada, como si se la hubiera roto alguna vez. Sus uñas tampoco son atractivas: cortas y anchas, de bordes irregulares. Se las viene mordiendo desde hace tiempo, sin duda. Lee. Lee mucho. Y busca un barco, un barco perdido. Un naufragio de hace 250 años.
    Se llama Tánger Soto. Tiene una sola obsesión: rescatar el tesoro del barco hundido: 200 esmeraldas perfectas de 20 a 30 quilates cada una, sin tallar, grandes como nueces. Y las circunstancias le ponen en el camino a Coy, un marinero desterrado del mar, a quien utilizará con su inteligencia milenaria, con sus armas de mujer. Y luchará con su rival buscador de tesoros, el dálmata Nino Palermo. Ella, Tánger Soto, personaje femenino de la novela La carta esférica.
    Ahora imagínate a una aristócrata sevillana, heredera de un ducado y descendiente de una de las familias de más abolengo. Es morena, de pelo negro y largo hasta más debajo de los hombros. Piel bronceada, manos delgadas, elegantes. Uñas perfectas. Y la boca grande, bien dibujada. Las caderas atractivas. Cuando sonríe con desenvoltura, brilla el marfil de su boca. Una mujer segura de sí, tanto por su condición como por su belleza. Una belleza andaluza, semejante a las que pintaba Romero de Torres, o a la Carmen de la Fábrica de Tabacos descrita por Merimée. Cualquier pintor, cualquier francés o cualquier torero pueden perder la cabeza por esta mujer.
    Y sus ojos grandes, oscuros con reflejos de miel. Si te acercas, puedes sentir su perfume: suave como jazmín. Vive con su madre, una anciana duquesa, en la Casa de Postigo, un lugar muy conocido en Sevilla. Piernas demasiado largas y bien torneadas. Mide un metro 74 centímetros, 35 años que no aparenta. Al casarse, heredó de su madre el ducado de Azahara, título que no utiliza. Y a la muerte de la anciana duquesa heredará treinta y tantos títulos más, 12 grandezas de España, la Casa de Postigo con algunos muebles y cuadros, y lo justo para ir viviendo sin perder las maneras. Ella se encarga de la conservación de lo que queda, y de poner en orden los archivos de la familia.
    Se llama Macarena Bruner. Y tiene una obsesión: salvar de la demolición la pequeña capilla de Nuestra Señora de las Lágrimas, en contra de su marido, en contra del Arzobispo Aquilino Corvo. Quieren derivarla para urbanizar el lugar. Una batalla contra el tiempo y el olvido. Defiende su propia memoria: algunos recuerdos, el baúl de su tía abuela y las lecturas que la marcaron desde niña. Una huérfana que se aferra a los restos de su naufragio, personaje de la novela La piel del tambor, la historia de una iglesia que mata para defenderse.
    Intenta ahora dibujarte la imagen de una mujer que vive en una mansión con buenos cuadros en las paredes y sillones ricamente tapizados en terciopelo de seda carmesí. Sobre la chimenea de mármol: una panoplia con pistolas de duelo y floretes. Y un piano con la tapa del teclado abierta y unas partituras en el atril: Polonesa en fa sostenido menor de Federico Chopin. Sin duda, una mujer enérgica. El tono de su voz es suavemente ronco. Manos finas. Y la piel morena y fresca, las uñas demasiado cortas, como las de un hombre, sin barniz ni pintura alguna. Ojos grandes de color violeta con pequeñas irisaciones doradas. Cabello negro, abundante, recogido sobre la nuca con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila.
    Para tratarse de una mujer, su estatura es elevada, cuerpo de proporciones regulares. Hay un ligerísimo tono masculino en ella, quizás acentuado por una pequeña cicatriz en la comisura derecha de la boca, lo que le imprime una permanente y enigmática sonrisa. Tiene una edad difícil de precisar cuando de una mujer se trata, entre los 20 y los 30 años. La boca es carnosa y bien dibujada, como corte de cuchillo en una fruta de pulpa roja y apetecible. Su piel desprende el perfume de agua de rosas. Tiene algo de varonil, pero también de oscuro y salvaje. Y no le apena confesar que cualquiera se sorprendería con la cantidad de cualidades femeninas que carece. Esta joven había amado y sufrido. Evidente.
    Es Adela de Otero, con una sola obsesión: llegar hasta el homicidio, si es preciso, en su fidelidad al hombre que la rescató del suicidio, al hombre que le dio otra vida. Y si debe matar, lo hará, con tal de conseguir las pruebas que comprometen peligrosamente a quien le enseñó la luz del mundo. Ella, personaje femenino de la novela El maestro de esgrima.
    Y por último haz el esfuerzo de imaginar a una dama que vive entre libros, anaqueles con pinturas y pinceles, barnices y disolventes, marcos y herramientas de precisión, tallas antiguas y bronces, cuadros apoyados en el suelo y vueltos hacia la pared sobre una valiosa alfombra persa manchada de pintura. Cabello cortado a la altura de lo hombros, grandes ojos oscuros, atractiva, como una modelo de Leonardo, dueña de una belleza renacentista italiana. Restauradora de arte, ganada una sólida reputación en su campo. Disciplinada, pintora de cierto talento a ratos libres
    Se había granjeado ya una sólida reputación en el ambiente de los restauradores de arte más solicitados por museos y anticuarios. Metódica y disciplinada, pintora de cierto talento a ratos libres, tenía fama de enfrentarse a cada obra con un acusado respeto al original, posición ética que no siempre compartían sus colegas. Y justamente su profesión habrá de llevarla a una de las aventuras más apasionantes y peligrosas de su vida, entre asesinatos y el suicido de su único verdadero amigo, el que prefirió hacer mutis al mundo antes que morir de esa vulgaridad llamada sida. Se llama Julia y es personaje en la novela La Tabla de Flandes.

    Son cuatro de las mujeres de Arturo Pérez-Reverte, el escritor español que un día dijera que prefiere a las féminas de armas tomar, las que no dan de grititos cuando se torna difícil la vida. Como ve, no sólo existe la Teresa Mendoza de La Reina del Sur que usted ya conoce, obra del mismo autor español. Léalas. Y punto.

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