|
""

"Expresiones de la ciudad"

"A propósito del Bicentenario"
La ruta del paladar
08/11/2015 13:09

    Cierta ocasión me tocó escuchar a un joven que sin inhibiciones contaba cómo una vez, al presentarse a su primer día de clases como estudiante de preparatoria, sintió que todas las miradas del grupo se le echaban encima. Habrían de pasar varios meses para que al fin se diera cuenta del motivo: de acuerdo con sus propias palabras, portaba encima como 30 años de retraso en asuntos de moda, con camisas de terlenka que ni los propios rebeldes de la década de los 60 se atrevían a vestir.
    Todo es moda. Es como en mis tiempos de bachillerato, cuando resultaba un crimen no saber hacer movimientos pélvicos en las discotecas al estilo de John Travolta. Es como en la actualidad: ay de aquél que no se manifieste a favor de la ecología, o que se atreva a dudar de los derechos de la mujer y mire de soslayo eso que han dado en llamar estudios de género. Y peor aún, quemado con leña verde si en un asomo de estupidez reniega del pedestal en que han montado los asuntos indígenas.
    Si se quiere ser intelectual moderno, hay que saber masticar muy bien la verborrea ecológica, de género y de identidad indígena. En el primer caso, como mínimo presumo de anudarme los pulmones para no fumar en áreas públicas. Respecto al segundo, calladito la boca, pues agua que no has de beber, déjala correr. Y en cuanto al tercero, allí sí que me truena el cohete de la confusión, porque con tantos ires y decires en la discusión que desde hace rato se trepó a las tribunas, ya no sé ni de dónde vengo ni a dónde voy, si soy de aquí o soy de allá, si pasos dejo o pasos doy.
    En este caos de identidad, de repente me da por tararear la canción de Gabino Palomares con aquello que del mar los vieron llegar mis hermanos emplumados, pero de pronto me zumba el gusto de subirme a un tablao al ritmo de olé, olé, torero! Pero entre el canto y el zapateado deviene el desconcierto y ya no sé si decirme mestizo, latinoamericano, oriundo de México, sinaloense, culichi, o en definitiva me instalo en descendiente de Cuauhtémoc, mexicano sin fortuna, como reza una composición de José Alfredo Jiménez.
    No sé si el asunto indígena sea para reflexionar frente a una taza de café y muchos cigarrillos, o para darme una encerrona de cantina con hartas medias Pacífico discutiendo el caso en un círculo de seudo historiadores. Por lo pronto me quedo con los cigarrillos y me dispongo a recordar que si la confusión me atribula es porque la traigo enraizada desde que era un peque de primaria.
    Yo no sé qué les enseñan a los plebes de ahora, pero en mi niñez me metieron en la cabeza que unos españoles en lata -por eso de las armaduras- tumbaron del tapanco a Cuauhtémoc e inventaron el zarandeado, pero no con pescado, sino con los pies del emperador. Nos conquistaron, decían los profes.
    Allí está el detalle, diría Cantinflas, en eso de que "nos conquistaron". El que nos lo hayan metido a reglazos de ese modo, implicó que uno llegara a preguntarse: pues de qué diablos se trata todo esto, soy un indio conquistado, o soy qué, ¡maldita sea! Y es que el "nos conquistaron" conduce a pensar que seguimos siendo los hijos de Cuauhtémoc y que aquí no pasó nada, que siga la fiesta, todos felices haciendo la ronda con una mexicana que frutas vendía.
    Pero ¡mangos!, pues han de ser mangos los que vendía la mexicana aquella, además de trozos de papaya, melón y sandía, porque claro que sí pasó, por supuesto que de una historia se pasó a otra, que a los indios les dieron chicharrón y los españoletes, con toda la razón de su barbarie, con todo el peso de la avaricia y con toda la humedad de la sangre derramada, se improvisaron un país y luego, cuando ya les gustaron los chapulines, el pulque y las inditas, después de que le mecieran la hamaca a los mesticitos y que éstos, pasada la etapa de jugar con la mano amiga y sentirse con poder, les dijeron que siempre no a la corona de España, que ¿cómo la ves?, el país es de nosotros y córrele porque te pego, poniendo al tiempo a Agustín de Iturbide de emperador para que unas monjitas de Puebla le inventaran los chiles en nogada. ¡Viva México! ¡Viva el Bicentenario!
    Por eso es inaceptable la frasecita esa de que "nos conquistaron". Nada. A mí no me la pegan. Es de imbéciles seguir manejando tal discurso. En todo caso, dentro de cada uno de los que nos decimos mexicanos persiste una dualidad: somos conquistados tanto como conquistadores. Y lo siento mucho por José Alfredo Jiménez, de quien tanto me gustan las canciones, porque ya es hora de irse tumbando el rollo de que, uy, sí, descendiente de Cuauhtémoc, mexicano por fortuna, cuando en realidad somos hijos de la Malinche y de Hernán Cortés.
    A mí francamente este país me parece hipócrita con las persignadas que se da por el asunto indígena, pues desde que el subcomandante Marcos le tapó la boca al gobierno mexicano y puso de moda a las etnias, no hay día en que no aparezcan declaraciones a su favor, ay, sí, pobrecitas, tierra y libertad para ellas; y también muchas mujeres enhuipiladas al estilo Frida Kahlo. Pero, por favor, ¿qué no hay alguien que se dé cuenta de lo anti indígena que es la sociedad mexicana?
    No miento ni exagero al decir que la mayor ofensa que le pueden hacer a un ciudadano que paga impuestos, que se embrutece de alcohol y le pega a su mujer, es que le llamen indio. Por el norte del país, decir oaxaquita es decir paupérrimo, carne de basurero, feo, prieto, chaparro, hambriento, menesteroso. Así están las cosas. Y ante los hechos, muchos en esta nación han de creerse más hijos de Cortés que de la Malinche. O, en definitiva, simplemente hijos del conquistador.
    Pero en realidad somos hijos de la conquista, con todo lo que ello implica. Y es que en términos de historia no se vale decir que somos inmaculadamente hijos del purísimo reino azteca y de la madre que lo parió, porque resulta un soberano engaño: tanto somos descendientes del hombre del maíz como del hombre de la longaniza, fuimos concebidos en el parto de la fusión de dos cosmologías, la india y la española, así que no me vengan con el domingo siete de que el origen del mexicano se remonta a las plumas de Cuauhtémoc y sus pies achicharrados.
    Si nos aferramos a esa idea, entonces estamos hablando de dos países: el de los mexicanos nacidos de la orgía de la Malinche y de Cortés, y el de la indiada que llegó tarde a la repartición de esperma español. Si a esas vamos, ahora sí que me cae el veinte, porque entonces existen dos razas cohabitando esta nación: la raza mexicana y la raza india. A lo mejor por eso la sociedad que se dice mexicana se da tantos humos de superioridad sobre los voladores de Papantla, las marías y todo indio a la redonda, que cuando no sirven de risión y burla, los madrugan de jornaleros y de vez en cuando los limosnean con un peso en las paradas de semáforos.
    La clase dominante, para este caso, la conformamos todos los que torcemos la boca con orgullo cuando nombramos la patria tricolor, exaltados cada 15 de septiembre con el repiqueteo de la campana de Dolores; ah, pero eso sí, nada de vítores a los indios desde el balcón presidencial, qué Cuauhtémoc ni qué mangas de chaleco, porque en la racionalidad mexicana ningún pata rajada nos dio patria, sólo los iluminados con semen español, ellos sí que se la partieron para que tuviéramos el derecho de llamarnos nación.
    Ahora sí que me cayó el veinte, insisto, porque por fin comprendo que cuando se habla de México es referirse a dos razas, una jodida desde que a los Reyes Católicos les dio por ampliar el patrio trasero de España; y otra infinitamente ególatra, estúpidamente entronizada en su superioridad, mirando con olímpica indiferencia a la prietada que no alcanzó a comer chorizo de gachupín.
    Y pues, bueno, ya no están los tiempos para andar repartiendo chorizo español, pero tampoco se trata de eso. Creo que el gran reto es el cambio de conciencia, que por cierto veo difícil. No vislumbro el día de la fusión. En el panorama, lo único que alcanzo a percibir es a un mexicano de baba caída y rehilete en mano, con la vista fija en el indio emplumado que toca la flauta desde las alturas, allá, montado en la cima de un poste, mientras sus congéneres la hacen de voladores de Papantla. La distancia entre los dos es cada día más grande, diría José Alfredo Jiménez.
    En fin. Pero si he de encontrarle algo de positivo al hecho de que los asuntos indígenas se hayan puesto de moda, tiene que ver con la inquietud manifiesta desde las mismas etnias para recuperar -como dice Bonfil Batalla- el derecho a conducir su propio destino. Lo mínimo que podemos hacer es respetar su libre albedrío. Y punto.

    Comentarios: jbernal@uas.uasnet.mx.