"Expresiones de la ciudad"
Una vez leí que en Sevilla existió una iglesia que mataba para sobrevivir. Y que por eso las autoridades de Roma tuvieron que enviar a un sacerdote investigador para aclarar el caso. La historia en esta situación devino de la genialidad de un escritor, y él mismo me llevó de la mano para reconocer los callejones, las plazas y los antiguos edificios mencionados en la novela.
También había venido leyendo que en El Rosario, Sinaloa, hubo un día en que empezaron a cuartearse las paredes y las cúpulas de su iglesia, la primera y la más excelsa de su tiempo, erigida en el Siglo 18.
Que se hundía, dijeron; que era por las excavaciones históricas en busca de minas de plata. Y que había que derribarla. Era un peligro, dijeron. Tenía que ir a la tierra de Lola Beltrán para saberlo; me fue necesario asistir a donde nació Teófilo Noris Cibrián, uno de nuestros Niños Héroes. Hasta allá, fíjese, donde también nació Pablo de Villavicencio. Conocía rasgos de su historia por las lecturas, maravillado de enterarme que El Rosario fue de los asentamientos más importantes durante la época virreinal, sin un Mazatlán que le hiciera sobra, más allá de este puerto que por entonces no era más que una mancha de casas de varejones entrelazados, de ignorancia e ignominia.
Pero no podía irme nada más así, sin una mano, semejante a en Sevilla, que me guiara y me contara y me ilustrara. Por eso le llamé al doctor Juan Salvador Avilés Ochoa, y no fue otro más que él quien me puso en contacto con el cronista oficial de El Rosario.
Llegado allí, esperaba hallarme a un lunático, soberbio y déspota oloroso a naftalina; pero la vida habría de depararme la sorpresa de verme frente a un hombre no sólo de sapiencia y clase, sino a además de increíble lucidez y magníficamente ameno.
Conocí al señor Rafael Hernández Bouttier y fue lo mismo que cruzar la frágil esfera de la memoria de El Rosario, allí dentro, donde caben fechas, anécdotas, verdades históricas, nombres y situaciones del mágico pueblo que se inventara a sí mismo hacia 1665, leyenda incluida, y que habría de protagonizar una importancia tal para la corona española, dada la riqueza en metales preciosos que allí se descubrieron.
Antes, me había puesto de acuerdo con Leopoldo Hernández, su hijo; y fue a éste al primero que vi desde que llegué al lugar que un día formara parte del Reino de Chametlán, luego de viajar desde Mazatlán a El Rosario y luego de haber ubicado Agua Caliente de Gárate, el lugar, señores, que dio a Sinaloa a quien podría ser su primer sicario, esto es, a Rodolfo Valdez el "Gitano", el brazo armado de los terratenientes del sur, el culpado de la muerte del gobernador Loaiza en 1944.
Esperé a Polo Hernández bajo las lengüetadas de sombra que proveían las ruinas de lo que fue el templo de la iglesia Nuestra Señora de El Rosario, donde me asaltaron los fantasmas del pasado, donde pude imaginarme cualquier domingo de misa con mujeres vestidas a la usanza francesa y a hombres de casaca y calzón de terciopelo.
Y fue allí donde a Polo y a mí nos unió el entusiasmo de un mismo personaje: el español Francisco Manuel de la Riva y Rada Marsella Poyedo, el hombre que al morir en El Rosario, en 1782, dejó todos sus bienes al salvamiento de su alma.
Al entusiasmo luego se nos unió su padre, don Rafael Hernández Bouttier, a quien vi en su casa rodeado de libros y de cantera labrada y de restos de una cuchillería de plata que aún brilla en las fiestas de Navidad.
Y fue esa vez un día de revelaciones, de la historia de una estirpe del Siglo 18 que aún sobrevive, de confesiones y de revelaciones distintas sobre el derrumbamiento de la antigua iglesia; y de visitar más tarde al supuesto panteón español, que de español no tiene nada porque los que moran allí son puros rosarenses.
En El Rosario no hubo una iglesia que mataba para sobrevivir, como en Sevilla, sino un templo derivado por la ambición.
Esto se lo quiero contar a María Luisa Miranda, directora del Instituto Sinaloense de Cultura, resumido en Isic. Decirle que falta una historia por contar. Y punto.
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