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"Expresiones dela ciudad"

"Yo, el artista frustrado"
La ruta del paladar
06/11/2015

    Estaba en quinto de primaria, presente lo tengo yo. A algún desocupado se le había ocurrido organizar un concurso de poesía escolar y que, pues sí, cómo no, todo era cuestión de hallarle rima a las palabras, igualito como lo hacía mi tío el del rancho. Y lápiz para qué lo quise, de modo que la puntita de carbón iba y venía a todo lo que daba sobre el cuaderno de rayas, hasta que fue tomando forma mi dizque perfecto poema, uta, ¡lindo de su madre!, que todo orgulloso se lo llevé a mi profe.
    Plebe y todo, me sentía seguro de la gran obra, que por cierto titulé "Mi jardín", con rimas tales como: florece, embellece y resplandece. ¡A poco no le doy ternura! Y me hubiera visto, oiga, dando brincos de alegría porque, mire, cómo de que no: pegó el chicle. Y es que mi profe casi por decreto me elevó a poeta, me dio alas y sí, uta, yo, crecidísimo, más alto que el papalote que por las tardes volaba en la loma donde vivo todavía.
    Y más hinchado me puse cuando el director de la escuela extendió sus felicitaciones. Mi carrera de poeta iba de maravillas hasta que cierto día, ah, ¿que qué, cómo de que debo decir el poema en público? ¿Un concurso zonal? Y pues sí, oiga, el maldito concurso no se circunscribió a la primaria a la que iba, sino que, ¡perra vida!, tenía que enfrentarme a otros estudiantes atarantados de poetas y a ver de qué boca salían más cursilerías.
    Mire, la bronca no era concursar sino que, ¡Diosito santo!, tenía que hablar ante los demás. Y justo ese era el problema, porque si algo tengo clarito en el recuerdo es que mi voz no era normal, no era la de un niño de chicle, trompo y córrele porque te pego, sino que me salía con un tufo de Libertad Lamarque con todo y tango, que para qué le cuento. Uta, oiga, la neta del planeta es que me daba vergüenza hablar.
    Pero qué podía hacer un plebe ante la autoridad que entonces representaban los profesores, de modo que, anda tú, te creías poeta, ¿no?, ¡pues a recitar, wey! Haga de cuenta que yo solito me cacheteé. Ah, pero eso sí, todo de blanco y muy digno me presenté al concurso de mano de mi profe, concurso que se llevó a cabo en el edificio que servía como Internado del Estado, dirigido por la profesora Paquita Núñez.
    A los concursantes nos recibieron con atole y galletas de animalitos, como para que agarráramos fuerzas, o para que el pinole nos afinara las gargantas. Imagínese usted. Y que nos acomodan. Y que pasa uno. Y que pasa otro. Y el que sigue. Y uno más. Ay, ay, hasta el estómago me dolió cuando oí mi nombre a través de la corneta aquella que servía de bocina. Y trágame tierra. ¡Ayúdame, pinole: ráspame la garganta para que la voz me salga más decente!
    Pero que abro la boca con aquello de que "Yo tengo un jardín que todos los días florece", mamadas más, mamadas menos, cuando todo el pleberío soltó la carcajada, estruendosa, vibrante, cruel como toda burla de niño, que para eso los enanos se la gastan solos. Y yo, oiga, valiente seguí hasta que la última estrofa se desgranó entre rimas ridículas, igualitas a las que hacía mi tío el del rancho.
    Y para qué le digo más, oiga, excepto que llegó a su fin mi carrera de poeta; y pues sí, pura verdad fina, le dejé libre el camino a Octavio Paz. Y todo por la perra voz que me mandaba y que me habría de seguir molestando por muchos años, hasta que cierta tarde encontré el remedio en pleno malecón de Culiacán.
    El caso es que dejé la poesía y me pasé a la música, pero en fantasía, señor y señora míos, porque yo era el director de sepa la bola qué orquesta. Muy clarito recuerdo que tomaba una vara a manera de batuta y me ponía a dirigirla al compás de mi imaginación. Tuve un tío que se llamaba igual que yo, algo loquito, pero bien, gracias, dueño de un montón de discos de aquellos grandotes, redondotes, de ésos que la plebada de ahora ya no conoce. Eran algo así como los tatarabuelos de los discos compactos, o de los compact discs, para estar a tono con la moda.
    El caso es que cuando iba a la casa de mi tío, el de la ciudad, no el del rancho, a hurtadillas le sustraía aquellos comales de acetato, entre los que cierta vez se vino el de una orquesta. Y ahí estaba yo, oiga, escuchándolo, dale que dale con la varita, sintiéndome soñado, uta, el gran director. Y para espanto de mis padres, que de zafado no me bajaban, algo fuera de lo común en una familia para la que el arte, ¿qué, con qué se come, lleva repollo o le echo lechuga?
    A mí se me hace que me faltó orientación, imagino que si alguien me hubiera guiado como se debía, ahora mismo Enrique Patrón de Rueda no fuera nadie, sólo uno más entre el montón, todos envidiándome cuando yo pasara entre fanfarrias, porras y vivas. Pero ni modo, la perra de la vara no pasó de palo y para lo único que me ha servido es para correr a los gatos merodeando por el patio de mi casa.
    Y luego me entró el gusto por la cantada. ¡Y cuáles chicharrones! ¿Te los sirvo con tortillas de maíz, o te los echas con tortillas de harina? Pero mire, siendo justo conmigo, aquella voz a la Libertad Lamarque me salía algo entonadita, de tal manera que a veces se me oía tarareando una que otra piececilla, sobre todo "La paloma", ésa de que si a tu ventana llega una paloma, cuida que no sea buitre lo que se asoma, pero en versión decente. Y créame que gustaba, yo, el de la voz ajilguerada, el émulo de la tanguera argentina.
    Pero que llega la adolescencia y que la Lamarque sale corriendo de mi garganta como alma que se lleva el tango. ¿Y quién cree que llegó, quién se imagina que traicioneramente se apoderó de mis lamarquesinas cuerdas vocales? Nada más y nada menos que el Gallo Claudio, sí, el de la caricatura, aquel que, creo, también anunciaba hojuelas de maíz. Si de niño me daba pena hablar, de adolescente para qué le cuento.
    Triste fue mi existencia en esos años. En esa época me volví callado, introvertido y amargadito. Hablar me significaba una suerte de castigo divino. Pero cosa curiosa: la voz, al momento del parloteo, me salía como la del Gallo Claudio, pero sin embargo seguía cantando entonado, aunque ya no a lo Lamarque, sino a lo María Luisa Landín, que para hacer el ridículo era la misma cosa.
    Y cierta noche me pregunté: ¿es que acaso no tengo otra voz, no será que la tengo por allí escondida? Y que me voy yendo al malecón. Y que me pongo a ensayar voces. Intenté con toda la escala y nada. Pero cierta vez, oiga, luego de haber espantado a todos los pájaros a la redonda con mis pruebas, ¡no voy descubriendo otra voz, gruesa y machota (lléguele, no sea tímido) que bien me podía haber envidiado el mismo Jorge Negrete!
    Mire, sufrí mucho para darla a conocer, pues a unos les hablaba como el Gallo Claudio, pero a otros los apantallaba con mi voz de charro. Pero poco a poco me fui animando, hasta que logré imponerla a propios y extraños. Y desde entonces soy feliz, que hasta de maestro de ceremonias y locutor de radio la he hecho. Qué bonita voz tienes, me comentan. ¡Quién lo dijera! Y punto.

    jbernal@uas.uasnet.mx.

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