Camine por la banqueta y verá lo grato que es no tropezar. Avance sin prisa, disfrute y toque ese lindo perrito que alguien más pasea; acarícielo y pregunte cómo se llama y qué raza es; aunque usted no entienda de caninos le hará empatizar con sus vecinos y se sorprenderá lo bien que se siente que nadie la reprima ni le levante la ceja. Despídase amable y sonríale al perrito. Continúe y se sorprenderá que sigue sin tropezarse. Deténgase.
Toque las hojas de ese nuevo arbusto que ha brotado en el parque, extrañará que nadie le diga que puede darle urticaria y que todos los perros levantan la pata justo allí. Llegará el jardinero y podrá preguntarle si tal rama florece y cuánto hace que la plantaron, que no la había visto y que esa variedad le recuerda a una que tenía su abuela —la de usted— en el pueblo de su infancia.
Él le preguntará de qué pueblo es, porque en esa región se da una variedad muy parecida que usan los lugareños para espantarse los mosquitos y quitarse el mal de ojo. Le dirá que no sabe tanto, que sólo recuerda que su abuela la regaba por las mañanas y arrancaba unas hojitas para hacer un té. Él continuará diciendo que no sabía que se puede tomar, pero que llevará un poco a su casa y le preguntará a su esposa, a ver si ella la conoce. Despídase del hombre, quien le sonríe gustoso de que alguien aprecie sus plantas.
Se sorprende de los minutos que han transcurrido sin que nadie la apure ni le diga que cerrarán el puesto del Melate. Se sube al auto, deja su bolso, se abrocha el cinturón, toma el teléfono, activa su playlist, enciende el auto, sale su canción y empieza a tararear y a mover su cabeza al ritmo.
Nota que nadie le dice que apague eso, que ya empezó la transmisión del partido, y que gracias a su parsimonia ya no alcanzó el noticiero. Respira profundo y sigue cantando. Mira por el retrovisor, conduce sin prisa, el auto que pasa le toca el claxon recordándole a su madre —a la suya— y usted ni se inmuta; extraña que nadie en el interior no le diga nada. Avanza. Llega al estacionamiento del Centro Comercial y sin intención le gana el cajón al auto que tiene las intermitentes encendidas. Se la vuelven a recordar y usted sin percatarse apaga su auto, se arregla el cabello, toma su bolso y se dirige a esa tienda que tanto ha esperado por usted. Pide la talla —una más chica pues supone que ya perdió esos kilitos—; no le entra. En tono tímido le habla a la chica y le solicita la siguiente talla. Le queda muy bien, da media vuelta, se mira al espejo, da unos pasitos, se agacha, ese corte le favorece, también el color; otra vez mira el precio. Sale del vestidor. La chica le pregunta si lo lleva, usted responde que en un momento regresa, que medio se lo aparte. Sale, se siente rara, nadie a su lado tiene cara de fastidio. Con su bolso de media asa colocado en su antebrazo, avanza airosa. Se detiene en ese lindo kiosko de helados de yogurt que anuncia un nuevo sabor. Le dan la prueba, le sabe un poco ácido, pero igual pide uno doble con toppingde frutas secas y coco tostado. Se sienta en una banquita y lo saborea viendo a los andantes; nota que nadie le recrimina su antojo. Disfruta.
Llega a su casa, se desviste, se descalza, toma un baño —nadie la perturba—; se relaja. ¿Qué pasa?, regresa a la sala —lo quiere comprobar—. Sonríe, es verdad. El interfecto ya no ocupa el love sitey la pantalla está apagada. Incrédula, suspiras desenamorada.
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