"Las alas de Titika: Crónicas sobre Ignacio Padilla"
Cuando leí una de sus novelas, le dije: hijo, ya debes de ser un escritor importante porque ahora sí no entendí nada. El hombre contaba la anécdota y alguien le preguntó quién era su hijo. Dijo el nombre y no lo podíamos creer; hacía tres años un carro lo había envestido en la carretera. Hoy, el padre se presentaba ante un grupo que practica el mismo oficio que el de su hijo —guardando las proporciones, claro, el joven fue un laureado escritor, un experto en la obra de Cervantes y uno de los miembros más jóvenes de la Academia Mexicana de la Lengua—.
Mi hijo llegó a ser reconocido y yo apenas entiendo sus escritos más básicos. Ante el descubrimiento, lo invitamos al café; empezó a hablarnos de su vástago. Sus ojos, aunque vivaces, tenían mirada cansada, —los años y la muerte inesperada de un hijo, seguro, no mantienen firme a nadie— ¿Entonces de dónde sacó, él, su hijo, el gusto por la escritura? De él mismo.
Nosotros sólo le leíamos de niño. Era muy empeñoso. Recuerdo cuando ganó su primera beca, fue para estudiar dos años en el extranjero —apenas tenía dieciséis años—. Entre los lugares a elegir estaba: Canadá, Estados Unidos, Inglaterra y África, pues que elige éste último; una pequeña monarquía en Africa llamada Swazilandia. Ningún mexicano había estado antes en esas tierras, y nosotros no habíamos escuchado nunca ni el nombre.
Tratamos de convencerlo de que eligiera otro lugar, pero él dijo que quizá esa oportunidad nunca se le volvería a presentar; se fue. De esa estancia escribió un libro, que es el que a mí más me gusta: Crónicas africanas. Se los traeré la siguiente semana. El hombre hablaba y yo imaginaba cómo habría sido la infancia de su hijo. Le pregunté su nombre. Paco Padilla; igual que mi hijo.
Nadie se atrevió a preguntarle más. Lo abracé y me despedí con la promesa de dar lectura a ese, según él, el libro más sencillo de su Ignacio. Caminé y recordé como, hace tres año, había llegado mi maestro con la noticia. “Vengo molesto porque falleció un amigo. Ya sé, lo sé, todos nos vamos a morir, pero hay personas que deberían permanecer más tiempo. Tantos que hay por ahí haciendo daño y… haber sido él. Tenía un gran camino, era…”
Luego de escucharlo, entendí su parca manera de saludarme, apenas unos segundos antes. Era evidente que algo le sucedía, pero cuando anunció que estaba molesto, no atribuí que fuera por el obituario publicado el fin de semana. Dijo ‘molesto’; si hubiera dicho ‘triste’, rápidamente lo habría adivinado. Todo él estaba lleno de tristeza: “Alguien lo arrolló con su auto cuando se bajó a revisar el suyo”. ¿Un borracho?, preguntó alguien. “No lo sé. Lo que sé es que alcanzó a llamarle a su hija. Sólo alcanzó a llegar al hospital para morir”.
Quizá nos acercamos un poco más a alguien cuando sabemos más sobre su vida. A Ignacio Padilla lo seguiré conociendo a través de sus libros y del embellecimiento que dio a las letras. Hoy, a tres años de su partida, descubro sobre su gran viaje: “Estas páginas son, pues, el testimonio de esa inmersión en una realidad africana paralela y sustancial, son la carta de navegación de un viajero que, bien o mal, creyó y cree aún haber hallado en Swazilandia su punto de no retorno en su trayecto hacia un reino de paradojas donde los reyes y las princesas no querían serlo, donde los brujos se embozaban en viejos automóviles y donde la felicidad idílica de un cuento de hadas era resultado de las más siniestras maquinarias políticas.
Éste es, en suma, el testimonio de una de esas iluminaciones que sólo pueden brindar a un hombre la certeza de que el mundo es el mundo, incluso en esos rincones supuestamente distantes a nosotros y en los cuales, no obstante, se encuentra cifrado el destino de toda la humanidad”…, Crónicas africanas.
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