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Columna

Las alas de Titika: El breve espacio

Nadie sabía que esa sería la última llamada de auxilio a cielo abierto; unidas entre jacarandas y el sol de primavera.
LAS ALAS DE TITIKA

Hace un año caminaba entre mujeres vestidas de verde y morado. Pañuelos, sombreros, mantas, fotografías, altavoces, humo, cantos, gritos, llanto, consignas, silencio...yo entre ellas, entre el tumulto, avanzaba sin dirección. Mi vista se perdía entre sus ojos, entre el sonido de su dolor, de su rabia. Quedé atrincherada entre la cortina de un puesto de periódicos; la multitud me impidió continuar. Quedé al lado de dos adolescentes con miradas aterradas, no sabían qué seguía, yo tampoco... nadie sospechaba que en una semana quedaríamos encerrados, confinados entre las propias paredes. Nadie sabía que esa sería la última llamada de auxilio a cielo abierto; unidas entre jacarandas y el sol de primavera.

De la calle pasamos a las paredes, al breve espacio interior. El agresor quedó confinado a placer; se sentía señalado, dolido, exhibido; se ensañó más. Así ellas, así yo. Cada una con su propio grito. Nadie sabía cómo acallarlo; era un total desconocido. Empezaron las recomendaciones; esas lejanas que nadie atiende cuando son ajenas. No había prisa, a todas iba tocando de distintas maneras. Las dolencias y maltratos se repartieron entre malestares físicos, dolores de cabeza, temperatura y raspor en la garganta... los golpes dolían, la respiración faltaba.

Ha pasado un año... la rabia contenida volvió a las calles. El muro de metal se llenó de flores; un memorial con los nombres de ellas; por la noche fue incendiado por otras “ellas”. Al día siguiente todo siguió igual, excepto el breve espacio. Cada interior perdió algo, alguien, todo. Ella perdió la intimidad: otra llegó para mal acompañarla; hacía tiempo que había perdido la brújula y su buen ser, ahora, en aras de la compasión, quería remendar la soledad ajena, esa que debe ser escuchada, sentida y acomodada al propio entender. No pudo ser así; el ruido continuó y el incendio se apropió de ellas.

A “T” le arrebataron su mundo. No entendía de aparatos, de comunicación en línea, de mensajes encriptados, pero el confinamiento, esa palabra que se asume con fin, como antesala de ruptura silenciosa le dejó todo a la vista. El culpable fue el teléfono, esa cajita negra llena de sorpresas. Le dejó todo a la vista; el secreto quedaba expuesto en imágenes. No hubo necesidad de salir, de indagar, de preguntar como quien pretende descubrir algo. Lo maldijo. Quiso aventarlo, pisotearlo, borrarlo de su vida, destruirlo, pero cuando la vio a ella... sintió que le incendiaron el corazón.

Sabía que el hogar suele ser el lugar más inseguro para morar. Entendía que la falta del ruido exterior acababa con su mundo; ese que había construido a base de reglas y respeto. El aturdimiento del encierro la estaba llevando a ese lugar desconocido, al insoportable breve espacio al que siempre se había resistido. No encontraba la calle. Estaba replegada, llena de miedo, en un interior que empezaba a mostrarle lo indiferente que suele ser a la propia vida. Su mal estaba dentro. Necesitó la recomendación lejana para quedarse y, a fuerza de destino, escuchar lo que siempre había sido y lo que, pese a todo, sabía que volvería a ser...

Yo que pensé que el encierro me cambiaría, que la vida me mostraría las grandes verdades, esas que valen la pena, esas que te hacen reconocer los errores y enmendar el camino. A mi vecina sí, a ella sí le sirvió la encerrona. Dice que ha aprendido a respetar y a valorar a los demás. A mí, honestamente, no me sirvió de nada. Mi pérdida ha sido tan grande que vuelvo a ser la misma engreída con el mismo viejo y trillado discurso de siempre.

Comentarios:majuliahl@gmail.com

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