¿Qué historia queremos contar? (primera parte)
Esta historia está dedicada a las mujeres que emigran, que se convierten en madres y que crían a sus hijos lejos de sus propias familias...
Ana veía pasar a la gente en el parque. Los más jóvenes caminaban con prisa y hablaban moviendo las manos con un audífono en la oreja. Otros veían sus pantallas y se entregaban a sus pulgares. ¿Dónde estaba ella?, ¿cómo era la relación con sus hijas?, hacía tiempo se sentía alejada de sus vidas.
Abrió la libreta que traía en las manos y anotó unas líneas. La primera palabra que alcancé a ver fue: vulnerabilidad; la segunda, fragilidad. Quería poner en palabras lo que le pasaba, pero no sabía cómo empezar. Creció ocultando lo que sentía. Le daba temor expresarse, pero ahora necesitaba hacerlo por el bien de sus hijas; no quería que continuaran viviendo la vida de otros, que siguieran recetas equivocadas y se volvieran insolentes o tomaran poses fingidas de éxito. Resolvió que ya no se tragaría sus propias palabras y eso serviría para que sus hijas también ganaran confianza. Luego de varios días de angustia, empezó a escribir la suya, su propia historia de vida...
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“Amá, no se preocupe, como todo en la vida, esto también pasará”, le había dicho la mayor. Ana la escuchó, pero no estaba segura si su hija comprendía la profundidad de lo que acababa de decir: “esto también pasará”, ¿sus hijas estaban listas para lo que seguía?, se quedó ensimismada, perdida en sus pensamientos.
Repitió lento: “A má”. Así le decía ella a su madre y así le decían ahora sus hijas. Era una de esas palabras que aún se escuchaban en casa y le daban pertenencia; ese deseo de ser de algún lugar. Los años le habían hecho entender el alcance de las palabras y el poder que tienen en este mundo nuestro; sabía que éstas resuenan de muchas maneras en quien las escucha y en quien las dice.
“Amá”, ese sonido la remitió a sus orígenes, a sus recuerdos de infancia, una infancia muy distinta a la que han vivido sus hijas. Ahora, ese país, al que le había entregado su fuerza de trabajo, donde soñaba que el futuro sería mejor, la tomaba por sorpresa y le echaba abajo los sueños que había construido.
Ana no quería olvidar las palabras con las que aprendió sobre el amor y la familia, sobre la tierra... esas palabras que dan refugio y que sirven para armar la historia propia y para construir el nuevo rumbo.
Estaba en la búsqueda y rescate de los sonidos que escuchó con los suyos en sus primeros años en ese lugar al que nunca pudo regresar. Volvió al artículo donde leyó que una práctica frecuente que padecían los hijos de los primeros mexicanos que emigraron al país del norte, y que tuvieron la oportunidad de ir a la escuela, es que les tallaban fuertemente la boca con jabón para que no hablaran español.
Así los niños fueron creciendo y desconociendo el idioma de sus padres. “Hay estadounidenses de padres mexicanos que realmente no hablan español”, había dicho la doctora Eugenia Revueltas. “Uno cree que es mero desplante, pero nadie se preocupó por enseñarles el idioma, mas bien los humillaron a través de éste”.
Le angustiaba que sus hijas y luego sus nietos olvidaran las palabras originarias, que llegaran tiempos oscuros donde la regla fuera: only in English. Que los suyos volvieran a sentir temor de mostrar su color, su lengua, su origen, sus costumbres. Olvidar el sentido de las palabras era perder el significado de las cosas, su herencia, el punto de partida.
Quería que tuvieran claro que llegar primero no convierte a nadie en dueño de nada; llegar antes o después a un lugar es sólo cuestión de tiempo y que la sustitución del idioma no es prioritaria del español, que las lenguas de los inmigrantes en los Estados Unidos tienden a perderse, en ocasiones, desde la primera generación; así se han ido perdiendo las lenguas nativas de otros grupos de inmigrantes italianos, alemanes y asiáticos, por ejemplo.
Continuará...
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