¿Qué historia queremos contar? (segunda, de cuatro partes)
...esta historia está dedicada a las mujeres que emigran, que se convierten en madres y que crían a sus hijos lejos de sus propias familias...
Ana tiene la certeza de que las palabras permanecen a fuerza de repetirlas y que lo que no se nombra no prevalece. Sabe que cada lugar tiene sus sonidos insustituibles. Como “Saudade”, esa palabra portuguesa de difícil definición, y que nosotros entendemos como “Nostalgia”, pero sólo quienes nacieron con ella la llevan consigo y saben el profundo sentimiento que encierra su significado.
¿Y qué pasa con el significado de las más de 100 lenguas indígenas que igual salvan a sus hablantes en momentos de duda?, ¿qué pasa si dejan de pronunciarlas? Quería que los suyos conocieran las sutilezas del lenguaje dentro del hogar y salieran a la calle con todo el poder de su significado. Que al pronunciarlas les hicieran sentir bonito y con ellas recordaran los relatos familiares, los chistes, las anécdotas de las tías, los dichos de las abuelas, los alegatos entre hermanos, las hazañas que se contaban de los bisabuelos, de los personajes del pueblo.
Según Ana, había dejado la tierra reconociendo que no era nada nacionalista, decía que había que marcharse para entender el mundo pues al quedarte corrías el riesgo de volverte corta de miras; que afuera había un universo inmenso por descubrir. Al tiempo, supo que mal entendió al humanista Alfonso Reyes quien dijo que debíamos ser generosamente universales para ser provechosamente nacionales.
Ella deseó regresar con riqueza y experiencias nuevas para compartir. Sin embargo, cuando fue presa del primer rechazo, de la maledicencia que provocó en otros, lo único que quiso fue regresar y sentirse abrazada por los suyos, que su madre le dijera palabras de consuelo como: “todo está bien, hija. Esto también pasará”. Quería que los más jóvenes —sus hijas y los demás— supieran que siempre se tiene un lugar seguro al cual regresar. Un sitio, quizá, ya no físico, sino un refugio propio lleno de enseñanzas y recuerdos. Un entretejido de historias impregnadas de saberes antiguos de los que ellas también formaban parte.
Quería encontrar las palabras precisas para explicarles que quienes se quedan en los lugares donde nacen pueden ser tan valiosos como los que se marchan. Que quienes se quedan, además, cumplen la tarea de vencer los obstáculos del lugar: la cerrazón que suelen albergar las familias y las inercias socioculturales que impiden abrir nuevos caminos. Había llegado el momento. Necesitaba que sus hijas conocieran la historia de los que se quedaron, de los que nunca emigraron. Creía fundamental reconciliar ambos orígenes para inspirarlos y fortalecer su crecimiento, no desde la arrogancia, sino desde el amor y la bondad.
El amor, esa palabra tan gastada y prostituida que de tanto mal decirla hemos despreciado su valor y le hemos malbaratado su fuerza. “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”, había dicho el poeta. Quería contarles que la tía Juana nunca fue a la escuela, pero supo leer y escribir. Supo leer no sólo palabras, sino también la vida. “Hay que saber leer”, decía.
Además de libros, ella leía la mirada, las manos, las nubes, el café, el silencio. “Hay que saber leer lo que prometen en un altar, señoritas”, les decía siempre a las jovencitas. Ya de vieja, la tía Juana dejaba la lectura y olvidaba lo leído.
También olvidó que supo leer la vida, mas, sin darse cuenta, todas las lecturas se quedaron en su inconsciente y la convirtieron en una encantadora de historias.
Ahora en tiempos modernos, la tía diría: “hay que saber leer lo que te dicen cuando te dejan en visto, mijita”. Eso quería ella, que sus hijas tuvieran la sabiduría y perspicacia de la tía Juana, que supieran que el autocuidado, ese del que tanto se habla ahora como el gran descubrimiento, no es estético sino ancestral, que viene de algo más profundo...
Continuará...
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