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"Expresiones de la ciudad"

"Pa' Culiacán con todo y gallinas"
La ruta del paladar
06/11/2015 12:18

    Amanecían los primeros años de la década de los 60 cuando mi familia llegó a Culiacán. Veníamos de un rancho cercano a la ciudad de Guasave, que recuerdo en imágenes borrosas, casi perdidas en alguna esquina de la memoria, pero claras en la idea de que aquello era un páramo terregoso, iluminado por las estrellas en las noches claras, mientras que las casas de vara trenzada hacían su luz al amparo de las cachimbas de petróleo, junto con los fogones de leña de las hornillas de barro. Tener un radio era marca de lujo y los lugareños se reunían a su alrededor, sobre todo en las temporadas de beisbol. Imposible olvidar los tortillas de nixtamal recién salidas del comal, el requesón, las asaderas y la leche bronca.
    Cierta oscura noche llegó mi padre con la decisión tomada: nos vamos a Culiacán. Pero nada de que mañana, sino ya, ahorita mismo. Para eso era el hombre y por eso mi madre, sin chistar, levantó a los hijos y a hacer bultos, porque eso de las maletas ni quién las conociera. Y allá venimos, Diosito santo, hechos bola en un troque con todo y gallinas. Fue tan repentino, que mi madre ni siquiera tuvo tiempo de despedirse de cuantos hubiera querido. Aquello era una aventura, pero nadie le quitaba el gusto a los Bernal de venirse, nada más y nada menos, que a la mismita ciudad capital.
    Increíble decisión la de mi padre, don José Reyes, que se le puso el ya nos vamos y que nadie proteste, así no tuviéramos lugar fijo para vivir, ni dinero para capotear las tempestades. Entre molestando familiares y renta de casas, pasaron no sé cuantos meses, y no fue hasta que el jefe del clan se hizo de un terrenito al estilo yo acaparo, córrele porque te pego, cuando llegó cierta estabilidad.
    Era un pequeñuelo cuando vi por primera vez a esta ciudad, deslumbrante a los ojos, al grado de que mi mayor gozo era sentarme en algún punto seguro para ver pasar carros, uy, de tantos colores. Y más me arrobaba cuando por entre la oscuridad veía venir los tráileres, grandotes, imponentes y llenos de luces. Me extasiaban las luces de los tráileres, el rugir de los motores. Supongo que los primeros héroes de mi niñez fueron los choferes de esos camionzotes.
    Y a mis ojos se fue levantando el hospital del ISSSTE, frente a mis narices la carretera internacional se hizo de dos carriles. En la lejanía vi nacer la mayoría de las colonias al oriente de esa carretera. No había nada en ese entonces, sólo matorrales y muy, muy a lo lejos, se distinguía un puntito iluminado, por lo que los niños adivinábamos a qué podía ser, acaso otra ciudad, hasta que los años nos dieron el nombre: la zona de tolerancia.
    Hoy tal parece que están desaparecidas, o acaso en extinción, pero en aquel entonces era común ver carretas barriqueras jaladas por caballos, esto es, las que se cargaban tambos de 200 litros para la venta de agua en colonias populares. Uta, nosotros nos sentíamos ricos cuando mi padre alquiló un expendio de agua. Él mismo tenía su alazán, su carreta y sus tambos, de modo que el negocio era redondo: él vendía agua por las calles, y yo la más de las veces me encargaba de despechar a los barriqueros. ¡Agua, agua, agua!
    Venir al Centro era una aventura y una delicia. Lo hacíamos en un camión urbano que pasaba casi enfrente de mi casa, de la línea denominada "El rayito". Según yo -soy daltónico- era azul con líneas blancas y en los costados traía un rayo pintado. Eso de la delicia lo recordé una mañana de éstas cuando llegué al mercado, antes de irme a la oficina, para comprar un chocomilk. Tenía años que no lo hacía, tantos, quizá desde aquellos fines de semana que acompañaba a mi madre al Garmendia, y cuando sobraba dinero luego de los abastos, pues un chocomilk le caía muy bien al estómago. Ah, por supuesto que acompañado de un bollito o una tortalisa con mantequilla.
    La revolución juvenil de los años 60 y buena parte de los 70 a mí me tocó verla con los ojos de la niñez. Uta, tener un pantalón de terlenka acampanado era de lo más nais. Y yo tuve uno, o varios, ya no sé, que me mandaba hacer o me compraba uno de los hermanos, el de la familia que sí le entró al quite de la moda juvenil con todo y los discos de Los Beatles, aquellos de la manzanita roja, por supuesto que en contra de la mentalidad tradicional de nuestro padre. Le salió vago el muchacho.
    Ver a jóvenes varones viajando sin necesidad de moverse del cigarro era ya un escándalo, pero las cruces y el ¡Santa María, madre de Dios! lo provocaban las mujeres que le entraron a la práctica hippie. Era una afrenta que las féminas se dieran tamañas libertades, cuando su lugar estaba en el hogar limpiando la cocina, barriendo los pisos, lavando la ropa y para que mejor aprendieran a ser más mujercitas, zurciendo calcetines y tejiendo prendas.
    Fue la primera expresión pandillera que me tocó observar, pues con el tiempo, a medida que fui creciendo y aun en el presente, he visto que la esquina donde suelen reunirse los chamacos jamás ha estado vacía. Sólo cambia de caras de generación en generación. Allí se socializa, para bien o para mal.
    La ciudad y su urbanización se me vino encima, pero también las generaciones; incluso la tecnología. Jamás de los jamases, en mi tiempo, pensé que algún día haría uso de un sistema de comunicación como la Internet. Me parece fabuloso, pero a la vez la señal de los posible tiempos a venir. Estos sistemas tan avanzados, un día, sacarán al maestro del aula y las clases se harán de manera virtual.
    En lo que se refiere a la socialización, pues creo que el caso de la televisión da la pauta para decir que poco a poco nos vamos encerrando frente a las pantallas; pero en el caso de la niñez y la juventud actuales, tienen además los monitores de las computadoras conectadas a la Internet, para no ocupar a nadie más a su alrededor. Son los tiempos que corren y los signos de los tiempos por venir. Eso que ni qué.
    Entenderlo no es tan difícil: quítense los televisores a las amas de casa y, por lo tanto, ya no más telenovelas. Supongo que volvería el bullicio de la relación vecinal, que la siento apagada, o por lo menos no con la vitalidad de antaño. Ese mismo destino llevan las nuevas generaciones. Quizá un día, cuando ya la tecnología alcance a todos los lugares -hoy es muy cara- también las esquinas de los jóvenes van a desaparecer. ¡Jesús bendito!, diría mi tía la arpía. Y punto.